El muy peculiar populismo fiscal en tiempos de AMLO

Mariana Campos @mariana_c_v | Arena Pública

Estamos acostumbrados a pensar que el populismo fiscal implica incrementos en el gasto. Y sí, es una forma muy común de populismo, pero está lejos de ser la única.
El populismo fiscal se define como el mantenimiento de políticas fiscales insostenibles o subóptimas en aras de la priorización de intereses políticos. Es un mal que tiene múltiples manifestaciones y sintomatologías. Se trata, podríamos decir, de una enfermedad de amplio espectro, pues puede manifestarse en cualquier área de la política fiscal, ya sea en el gasto, en el ingreso o en el endeudamiento público.

Como ejemplo de su capacidad de infección, ahí está una de sus manifestaciones más típicas, aunque quizá menos tangibles –difícil de detectar por parte de la opinión pública y, por tanto, atractiva para los políticos–. Nos referimos a la renuncia irracional al “deber” de cobrar impuestos para financiar las funciones del gobierno.

Además, atrás del populismo fiscal yace otra renuncia: la de los servidores públicos a pagar el costo político de manejar políticas fiscales sostenibles, ésas que suelen implicar reducir gastos y cobrar impuestos.

¿Puede ser populista la austeridad?

Los gobiernos del PAN y del PRI, como todos los gobiernos, practicaron el populismo fiscal. Para la sociedad fue obvia su manifestación en la forma de gastar, pero no fue la única. Se rehusaron a aplicar recortes y/o políticas de austeridad, sobre todo en los momentos en los que más se requería. Pasó a la historia la promesa pública que hizo Luis Videgaray ante instancias internacionales del más alto nivel, sobre un recorte al gasto en 2015, el mismo año en el se desplomaron los ingresos petroleros. Nunca se efectuó; al contrario, el gasto aumentó. Ya aportaban suficiente ruido los gastos relacionados con la publicidad del gobierno y las contrataciones de servicios a terceros, que a veces duplicaban funciones ya financiadas con nómina, viáticos, bonos discrecionales, etcétera.

En cambio, AMLO anunció fervientemente desde su campaña electoral que en su gobierno que se acabaría el despilfarro, que sería prioritaria la política de austeridad. ¿Cómo juzgar a un presidente de “populista” cuando muy pronto insistió en la austeridad y, de hecho, la implementa de manera notoria y hasta escandalosa? Hemos atestiguado un evidente achicamiento de la estructura que implica el recorte masivo de personal, de contrataciones públicas y de gastos administrativos.
(Una nota para registrar de una vez la contradicción: el cierre del nuevo aeropuerto y el rescate a Pemex de parte del Gobierno federal, que limitan la inversión privada, sin lugar a dudas ponen en entredicho la austeridad de AMLO.)

Hay que apuntar que la astringencia aplicada al gasto del Gobierno federal ha resultado en un superávit primario del 1% del PIB, que era necesario conseguir desde hace tiempo. Los cómos, desde luego, son discutibles y hasta cuestionables, pues para lograr esos resultados financieros lo racional hubiera sido cobrar más impuestos, a lo que se ha rehusado el Gobierno. Y he aquí otra caracterización de lo peculiar que es su populismo.

De cualquier forma, el espacio para financiar políticas públicas y para mantener la estabilidad de las finazas es reducido, y se reducirá aún más en el mediano y largo plazo. Los ingresos petroleros se siguen desplomando, a lo que se suma que en los próximos años el Gobierno hará transferencias millonarias a Pemex y le perdonará impuestos para echarle la mano. Entretanto, el pago de las pensiones aumenta a un ritmo preocupante y el pago de intereses de la deuda no da tregua y posiblemente aumente en el futuro cercano, pues hay riesgo de perder el grado de inversión.

Como vemos, la austeridad no parece ser suficiente para atender las necesidades inmediatas de financiamiento del Gobierno federal. De entrada, la SHCP anunció en abril pasado que el prespuesto 2020 se ajustará de nuevo a la baja, 1.7% del PIB, y en ese momento aún no contaba con que la economía andaría bien resfriada y crecería poco según los principales analistas.

Desde luego, con la austeridad tampoco alcanza para cumplir los derechos de los mexicanos, como el derecho a la salud y a la educación. Ni para incidir en el control de los grandes males de México: pobreza, desigualdad, inseguridad y violencia.

Pero AMLO se rehúsa a considerar una reforma fiscal, incluso ante la insistencia de Urzúa, que mejor optó por dejar el cargo de secretario de Hacienda.

En efecto, todo indica que estamos ante una nueva forma de populismo fiscal.