Los jóvenes: víctimas y perpetradores

Hace unos días, INEGI dio a conocer las estadísticas preliminares sobre homicidios registrados en México en 2013. Por segundo año consecutivo, el total de fallecimientos por presunto homicidio registró un descenso en el país. Confirma la información que mes con mes nos ofrecen las cifras de averiguaciones previas de las procuradurías estatales, concentradas en la base de datos de incidencia delictiva del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Con todo y este descenso, el número absoluto (22 mil 732) y la tasa por cien mil habitantes (19) siguen siendo muy altos. Si esto es cierto para el país en lo agregado, lo es más aun para algunos de sus estados.

Al panorama que nos ofrecen las cifras agregadas, permítanme añadirle un ingrediente adicional: las características de quienes han fallecido en estos años. Con información de INEGI para 2012 (la del 2013, por ser preliminar, todavía no ofrece esta información), podemos saber que el grueso de los fallecimientos han ocurrido entre hombres, la mayoría entre los 20 a los 34 años de edad. Estos jóvenes contaban con una escolaridad baja, si acaso apenas la primaria.

Si el dato aislado nos cimbra, conocer el perfil de las víctimas nos debe obligar a reconocer que tenemos un problema mayor que no necesariamente se atiende con la estrategia de seguridad vigente o por lo menos, no con el vigor y la urgencia que la situación demanda.

Más allá de estos datos sociodemográficos y algunos más reportados en las estadísticas del INEGI, conocemos poco sobre estos mexicanos y las circunstancias de su muerte. La gran mayoría quedaron sin investigarse. El Estado mexicano no pudo proteger su vida, pero tampoco les hizo justicia. La impunidad en homicidios en el país, en un cálculo conservador, supera 80 por ciento.

Si damos como válida la categoría de fallecimientos por presunta rivalidad delincuencial y el método como se clasificó esta información, se observa que un porcentaje alto de estas muertes está asociado a esa rivalidad. De 2006 a 2010, 50% de los homicidios dolosos se atribuyen a este fenómeno. Esto no descarga en lo más mínimo al Estado de la responsabilidad de salvaguardar su vida, pero ofrece un dato para entender de qué está hecha nuestra violencia: de jóvenes hombres en situación precaria.

Las características de los perpetradores parecen confirmar esta aseveración, aunque la información disponible sobre ellos es escasa, justamente porque son pocos los homicidios que se resuelven o concluyen con una sentencia. Por estadísticas del propio INEGI (el cual, desafortunadamente, ha dejado de producirlas con este nivel de desagregación) sabemos que los perpetradores sentenciados comparten las características de las víctimas: son hombres jóvenes con bajo nivel de escolaridad. 54% de los sentenciados por homicidio en 2010 tenían entre 18 y 29 años de edad.

¿Qué ha hecho México por sus jóvenes? Si nos atenemos a lo expuesto, muy poco. Logramos la increíble hazaña de convertir un bono demográfico en un pasivo. Es lamentable que, de entre la estructura de oportunidades que se les presenta a los jóvenes de este país, la oferta criminal tuviera más atractivo o quizá fuera la única para un grupo de ellos.

Los datos ofrecidos son apenas una aproximación al problema. Necesitamos mucho más información de la que puedan nutrirse políticas públicas inteligentes para este grupo de la población. Necesitamos convertir a los jóvenes en una prioridad. La cartera de políticas y programas para jóvenes es pobre. Los esfuerzos para ampliar la cobertura y la matrícula escolar entre este grupo de población han tenido resultados insuficientes. Apenas 30% de la población en edad de cursar la educación media superior está inscrita.

La política de prevención de esta administración los reconoce como grupo objetivo entre muchos otros componentes. Sin embargo, el énfasis que debiera tener la atención de la juventud se diluye en una cartera de programas que compiten por una bolsa de recursos que en sí no es grande. El resultado por tanto será del tamaño de la apuesta: escaso.

Pero, al final del día, no habrá programa exitoso si esta economía no logra recuperarse y crecer sostenidamente. Años de crecimiento mediocre han dejado huellas en el país. Es lamentable que sus jóvenes hayan sido los más castigados.

El gasto en seguridad ha crecido aceleradamente en los últimos años. No hay correspondencia entre lo invertido y los resultados. Propongo un contrafactual: ¿qué hubiese sucedido si una fracción de esa inversión se hubiera destinado a los jóvenes? Quizás hubiéramos hecho la siembra para cosechar un futuro mejor.