Tamaulipas existe

Tamaulipas existe, aunque a veces pareciera que quisiéramos borrarlo del mapa nacional. Tamaulipas existe y está en una profunda crisis que debe importarnos a todos. Así como Juárez en su momento más álgido nos conmovió, con la misma empatía debemos responder ante la crisis tamaulipeca. Llegó su momento.

Crónicas diversas dan cuenta de una situación de guerra: fuego cruzado, que irrumpe a cualquier hora del día en sus principales ciudades; estrategias de sobrevivencia de sus pobladores, que no han podido o no han querido desplazarse a zonas de menor riesgo y que han aprendido a intercambiar códigos de protección cuando la violencia se acerca. Retratos de horror, al fin, que dan significado al concepto de Estado fallido. Cuando las instituciones del Estado se colapsan, prevalece el orden del más fuerte. En Tamaulipas, grupos criminales antagónicos se disputan esa hegemonía. Grupos de menor calibre, luego de la captura de sus principales líderes, pero no por ello menos violentos y dañinos.

Tamaulipas ofrece la evidencia para mostrar los límites de la estrategia vigente en materia de seguridad. La presencia de fuerzas federales ha sido una constante en el estado y, sin embargo, la violencia y el crimen no ceden. Los homicidios dolosos van en aumento, lo mismo que secuestros y otros delitos de alto impacto. La presencia federal quizás ha evitado que la incidencia de estos delitos sea aún mayor, pero no ofrece una opción de pacificación. No lo hace en Tamaulipas, como tampoco lo hizo en otras plazas “calientes”, como se les llama. Aquellos lugares que han mitigado el problema se han servido de la ayuda de fuerzas federales. Pero no ha sido el único factor, quizá ni siquiera el más importante. A pesar de ello, la estrategia federal no innova. Sus ejes estratégicos siguen siendo los mismos.

Se ha documentado sobre las experiencias de pacificación en algunas partes del país. Algunos de los elementos presentes: grupos empresariales que exigen resultados, pero también ofrecen medios materiales e intelectuales para construir opciones; una sociedad civil organizada que se involucra a fondo para exigir rendición de cuentas o para implementar intervenciones puntuales de prevención en comunidades en riesgo. Incluso, como sucedió en Michoacán, se ha presentado el caso de comunidades que se arman para procurarse protección ante la débil o ausente presencia del Estado. En Tamaulipas no encontramos nada de lo anterior. Parece que la amenaza es tan grande que disuade hasta a los más valientes de hacer uso siquiera de la voz.

¿Qué hacemos con Tamaulipas? La respuesta evidente es no más de lo mismo. Si la apuesta es por el debilitamiento de grupos criminales para alcanzar un equilibrio menos violento, nos podemos quedar esperando con un costo de vidas humanas y de sufrimiento indecible. Tamaulipas necesita reconstruirse institucional y socialmente. Para ello requiere de ayuda y de un plan.

Ayuda federal que mitigue la debilidad institucional local, pero no la perpetúe como ha sucedido hasta ahora. Dice Alejandro Hope, con razón, que los gobiernos tamaulipecos se han hecho adictos a la presencia federal. Al saber que cuentan con ella, no han tenido apuro en fortalecer sus propias capacidades. La ayuda federal tiene que ofrecerse fuera del molde actual. Pasar, o más bien, acompañar el patrullaje y del despliegue en terreno, a esquemas de fortalecimiento de las capacidades de las instituciones locales. Esto, que le corresponde a las autoridades formalmente establecidas en el estado, tiene que promoverse desde la Federación. El miedo o el desdén tiene paralizado al Ejecutivo estatal. Y con una contraparte inútil, el reto para el gobierno federal se potencia.

No tenemos todavía un modelo escrito que pudiera aplicarse en aquel dolido estado. Es claro que lo hecho hasta ahora no funciona. El gobierno federal debe atreverse a hacer algo más por Tamaulipas. Calderón lo hizo por Juárez, y el actual lo intentó en Michoacán. En este estado se desactivó una bomba de tiempo, pero es claro que no resolvió el problema en toda su complejidad. El relevo de autoridades abre la puerta para plantear una estrategia más integral y efectiva para la entidad. Ojalá que la experiencia en Michoacán no disuada al gobierno federal de establecer un modelo propio, que reconozca que el origen del problema es de profunda debilidad institucional y de comunidades rotas por la propia violencia y años de rezago y privación que las han hecho tan vulnerables.

El problema de seguridad no está en vías de resolverse como el discurso oficial sostiene. No puede estarlo cuando se prenden alarmas como las de Tamaulipas, Guerrero y Jalisco con los hechos recientes. Para nuestro infortunio, el problema sigue vivo. Tan vivo que no lo podemos esconder.