Los caminos de la justicia penal

María Novoa (@marianovoacv) y Carlos de la Rosa Xochitiotzi (@DelaRosaCarlos| El Mundo del Abogado 

I. La ruta de la arbitrariedad

No hay sistema de justicia que funcione de forma eficiente sin márgenes para la toma de decisión por parte de las autoridades. La gran pregunta es cuál autoridad queremos que detente esa discrecionalidad y bajo cuáles parámetros y controles queremos que la ejerzan. Uno de los argumentos más recurrentes que se utilizaron para justificar la necesidad de adoptar el modelo acusatorio en México fue la rigidez del sistema tradicional. Esta rigidez se traducía en la incapacidad de las autoridades para dar una atención diferenciada a los delitos. Se acusaba, de forma acertada, al sistema tradicional por obligar a los ministerios públicos a invertir los mismos recursos en la persecución de delitos de bagatela y de alto impacto. Esta ausencia de flexibilidad derivó en sistemas saturados, autoridades rebasadas y, en última instancia, un ejercicio selectivo y político de la justicia.

La apuesta osada de la Reforma Penal de 2008 consistió en introducir salidas alternas y terminaciones anticipadas del proceso; es decir, opciones legales para que las autoridades hicieran un uso focalizado de los recursos y lograran respuestas proporcionales y satisfactorias para los distintos conflictos.

En el modelo mexicano el mayor margen de discrecionalidad compete principalmente a las fiscalías. Son los operadores de estas instituciones quienes deciden si ante una denuncia se inicia una investigación, si se envía a algún mecanismo alternativo, si se ejerce un criterio de oportunidad para otorgar algún beneficio o si se guarda en el archivo temporal. En este sentido, sus decisiones tienen un impacto determinante en el curso de los asuntos y, a pesar de ello, sabemos muy poco de los criterios que guían sus decisiones.

De acuerdo con los datos de nuestro reporte Hallazgos 2018: Seguimiento y Evaluación del Sistema de Justicia Penal, del universo aproximado de 30 millones de delitos cometidos en el país, las fiscalías iniciaron poco más de 2 millones de investigaciones y de éstos procedimientos se presentaron ante un juez apenas 80 mil, que equivale al 3.9%. Si bien esta cifra podría ser mayor –en algunos estados es de 30%–, no es necesariamente negativa; de hecho, el modelo acusatorio lo que pretende es que sólo los casos de mayor impacto sean deliberados en un juicio oral y que la mayoría sea resuelto por vías distintas. El problema consiste en que 96.1% de las investigaciones que no fueron vinculadas a proceso fueron resueltas por las fiscalías sin que exista claridad sobre los elementos que orientaron sus decisiones y sin supervisión efectiva de esas determinaciones.

Si bien algunas fiscalías han desarrollado modelos de gestión que pretenden una canalización eficiente de los asuntos[1], éstos no se encuentran articulados con una política de priorización institucional y menos con una política criminal que integre a las diversas instituciones de seguridad y justicia. En estos términos, sus alcances son acotados y esta ausencia pone en entredicho la capacidad de las fiscalías para responder de forma acertada los distintos conflictos y, en última instancia, proveer justicia a las personas.

Que únicamente cuatro de cada 100 investigaciones sean vinculadas a proceso implica que existe una priorización de facto que guía las decisiones de las y los fiscales. En los hechos son los fiscales quienes deciden a cuáles asuntos poner más atención y recursos. El camino que sigue un asunto desde su denuncia hasta la decisión del fiscal que lo da por concluido es una auténtica ruta de la arbitrariedad que responde a factores subjetivos y opacos. En la práctica, el avance o freno de las investigaciones responde, entre otras cosas, a la voluntad o indolencia de las autoridades, a la atención mediática del asunto e incluso –en no pocos casos– a los incentivos en forma de corrupción. El margen para la toma de decisión, contemplado por el modelo acusatorio, que prometía flexibilizar y hacer más eficiente la operación del sistema de justicia, ha sido incapaz de romper con las inercias del modelo tradicional y en la práctica se ha distorsionado.

En este contexto, la ruta de la arbitrariedad nos lleva, en última instancia, a índices de impunidad bastante altos. De acuerdo con nuestro “Índice de Impunidad Directa”, el porcentaje de impunidad es de 96.1% en el ámbito local, mientras en el ámbito federal es de 94.6%. En otras palabras, del total de casos que son efectivamente conocidos por las autoridades y respecto de los cuales se inician investigaciones, sólo el 4% y 6% reciben una respuesta satisfactoria. En algunas entidades la impunidad directa es de 99% y aún en los estados con mejor desempeño la impunidad se encuentra alrededor del 90% (ver gráfica). De nuevo, esta cifra es respecto de los delitos que sí se denuncian y para los cuales se inicia alguna investigación. El resto de los delitos (más del 90%) ni siquiera son conocidos por las autoridades.

Además, la conversación sobre la procuración de justicia en el país necesariamente debe considerar la reciente transición de 28 procuradurías locales y la federal hacia esquemas de fiscalías; 22 de éstas con autonomía y, por tanto, sin subordinación directa a los otros poderes. En términos de opacidad y arbitrariedad, la autonomía puede ser tanto una oportunidad para la mejora como la puerta hacia el abismo. Una autonomía mal entendida puede derivar en una mayor discrecionalidad y falta de rendición de cuentas. En este escenario, estamos a tiempo de atender las causas de las actuales deficiencias en justicia y evitar salidas fáciles que profundizarán el uso político y selectivo de la justicia que la reforma pretendía corregir en principio.

II. La contrarreforma y la ruta engañosa

Ante los pobres resultados del sistema de justicia y la justificada demanda ciudadana, varias voces han señalado la necesidad de realizar cambios al sistema de justicia. La crisis de inseguridad ha legitimado la narrativa que atribuye al modelo acusatorio muchos de los fracasos de los gobiernos recientes en seguridad. A grandes rasgos, se culpa al denominado “hipergarantismo” del modelo que exige engorrosos controles a las investigaciones que “obstaculizan” las labores de las policías y fiscalías. De acuerdo con los promotores de esta visión, el acceso a la justicia está condicionado a contar con un sistema más ágil y con menos obstáculos; en otras palabras, con estándares más bajos para la protección de derechos de los imputados.

A 100 días de iniciar su gestión al frente de la Fiscalía General de la República (FGR), el titular de la institución expresó su intención de reformar el marco legal de la justicia para lograr la reestructuración y fortalecimiento de la Fiscalía y, en última instancia, “fortalecer los derechos de las víctimas, combatir la reincidencia y compactar los tiempos”. De sus declaraciones se desprende que el marco legal no permite ninguna de estas cosas. Si bien es cierto que persisten brechas en el ámbito normativo que potencializarían al modelo acusatorio, preocupa que, más que pretender la atención de esas lagunas, estas declaraciones revelen la intención de reformar leyes en un sentido contrario a la lógica y principios del sistema acusatorio.

En este contexto, el pasado 21 de octubre en una conferencia que incluyó a representantes de los tres poderes federales y la Fiscalía General de la República, se confirmó la intención de aprobar una reforma ambiciosa al sistema de justicia; probablemente la más ambiciosa desde 2008. Desde la Consejería Jurídica del Ejecutivo se anunció que se trabajará en un Código Penal con aplicación nacional además de leyes especiales para una serie de delitos de alto impacto[2]. Se anunció también una ley para homologar los procedimientos de procuración de justicia que integrará desde criterios de actuación de policías y personal de investigación hasta la definición de los modelos de investigación y estructuras de las fiscalías del país.

Por su parte, el fiscal general anunció que en enero se presentará la nueva Ley Orgánica de la Fiscalía, elaborado bajo los términos del actual titular y que sustituiría a la actual, con menos de un año de vigencia.

En el caso del Código Penal –una propuesta que lleva varias décadas en el tintero–, será interesante ver el intento por acomodar en un solo texto los diversos intereses de la federación. La publicación de un código único es consistente con la tendencia centralizadora que ha caracterizado el proceso de reforma del sistema de justicia penal, en menoscabo del federalismo y la autonomía de las entidades. Si bien parece que se pretende evitar que el código regule conductas controversiales[3], una vez abierto el debate legislativo sobre los contenidos de la norma no hay garantías de que no se termine ampliando el catálogo de delitos o se criminalicen derechos lo que sería un gravísimo retroceso.

En el caso de la homologación de procedimientos, el gran desafío es lograr establecer estándares mínimos que garanticen homogeneidad y eficacia sin que se burocratice de forma innecesaria la procuración de justicia. La homologación puede ser contraproducente si deriva en una camisa de fuerza que impida a las fiscalías responder de forma eficaz y flexible a delito. Dado que la cultura legal mexicana es propicia para los formalismos, existe el riesgo de que una ley en la materia atente contra la flexibilidad necesaria para una investigación eficaz del delito. No obstante, igual de importante será evitar que se minimicen los controles y se establezcan estándares laxos para la investigación, que profundicen la discrecionalidad que mencionamos previamente. En este tema, la construcción de una buena norma requerirá que los legisladores hagan las veces de un equilibrista.

Ante los inminentes cambios, éste sería un buen momento para definir una política criminal que integre los objetivos y acciones de las instituciones de seguridad y justicia. Es crucial que las normas que se han anunciado se articulen de forma consistente con una visión de derechos que priorice el acceso a la justicia. Sería lamentable que su articulación o la falta de ella se dé en torno a la idea del fracaso del enfoque garantista y se privilegie el expansionismo penal en detrimento de los derechos de las personas. Ya en marzo de 2018 se modificó el artículo 19 de la Constitución para ampliar el catálogo de delitos con prisión preventiva automática. Bajo el equívoco mensaje establecer “delitos graves”, se estableció un número mayor de conductas para las cuales se impone prisión preventiva en automático sin que exista aún una sentencia de por medio. No está de más señalar que esto implica una violación a la presunción de inocencia, como ha sido establecido por tribunales internacionales.

En este sentido, el anuncio de un modelo de justicia cívica –que en palabras del fiscal general podría resolver hasta el 80% de los delitos– es una noticia positiva que sugiere que no se pretende resolver todos los conflictos por medio de la intervención del aparato de justicia penal. No obstante, más allá de los pronósticos alegres, lo cierto es que hay pocas certezas de cara al proceso legislativo que se ha iniciado. Las reformas que ya se han dado, como la citada ampliación del catálogo de delitos con prisión preventiva de oficio y la ley de extinción de dominio, y las posturas públicas de quienes impulsan los inminentes cambios no garantizan que el desenlace sea necesariamente consistente con los postulados del modelo acusatorio y con un enfoque de derechos.

¿Existen razones para pensar que reducir estándares fomentará una mayor justicia? No desde nuestra perspectiva. Es importante señalar que desde 2008 coexiste con el modelo acusatorio un régimen penal de excepción para la delincuencia organizada, con menos requerimientos para las investigaciones y tiempos más laxos. Difícilmente alguien podría argumentar que sus resultados han sido positivos; por ejemplo, de los 4 mil arraigos (privación de la libertad de hasta 80 días sin acusación formal) que tuvieron lugar durante la administración del presidente Felipe Calderón, únicamente en 120 casos (3%) se ejerció acción penal. Por ello nuestra advertencia: si las reformas se alejan a los principios del modelo acusatorio, difícilmente tendremos justicia y en su lugar habrá una mayor profundización de la arbitrariedad. La caja negra que hoy caracteriza al proceso de toma de decisión de las autoridades será aún más profunda e indescifrable; la ruta de la arbitrariedad aún más sinuosa.

III. Hacia un camino más seguro e iluminado

El margen para la toma de decisión que contempla el modelo acusatorio es necesario si queremos un sistema de justicia racional que garantice respuestas proporcionales a los distintos delitos y en última instancia garantice el acceso a la justicia. No abogamos por la eliminación de este margen como la solución. Recordemos que la obligatoriedad en la persecución delictiva fue una de las causas que derivó en instituciones saturadas y anquilosadas que obligaron a cambiar de modelo. Debido a un asunto de escasez de recursos, las policías y fiscalías están imposibilitadas para perseguir la totalidad de los delitos cometidos. Esto no es un problema exclusivo de México, ni necesariamente del actual diseño institucional; no hay un solo país donde se resuelvan todos los delitos. Lo que sí hay son sistemas que brindan respuestas efectivas y diferenciadas al crimen. Éste es el objetivo que debe definir la ruta.

De hecho, uno de los cambios fundamentales de la Reforma fue terminar con la pretensión de determinar la “verdad” para todos los delitos, y colocar el énfasis en la solución del conflicto que resulta de la comisión del crimen. Se trató de una apuesta ambiciosa para construir una justicia más racional y que fuera capaz de responder por primera vez de forma proporcional a los conflictos sociales. Al respecto, uno de los tantos factores que potencializarían los alcances del modelo acusatorio –y resolverían los problemas derivados de la arbitrariedad descrita– es el desarrollo de políticas de priorización por medio de las cuales se establezcan criterios transparentes y justificados que expliquen la toma de decisión de las autoridades[4]. Estos planes darían certidumbre en torno a las expectativas ciudadanas y cerrarían espacios para la indolencia, el voluntarismo y la corrupción. En términos de la ruta hacia la justicia, el desarrollo de políticas priorización que se traduzcan en modelos de gestión institucional haría los caminos de la justicia más seguros e iluminados.

Hasta ahora, los mensajes desde la mayoría de los gobiernos locales y el Gobierno Federal evidencia que hay una reticencia a ajustarse a las exigencias y expectativas del modelo acusatorio. El fino equilibrio que requiere el modelo acusatorio en el ejercicio de la discrecionalidad y la focalización óptima de los recursos disponibles requiere más que la simple aprobación de leyes o el aumento de las penas. En este sentido, el año en curso y el inminente proceso legislativo será crucial para definir el rumbo de la reforma penal. Del anuncio de un paquete de reformas legislativas que impactarán prácticamente en todo el sector de justicia pende el futuro de la justicia en el país.


[1] Por ejemplo el Modelo de Atención de Demanda Diferenciada desarrollado por la Fiscalía de Querétaro.

[2] Las leyes incluirían secuestro, desaparición forzada, trata de personas, delincuencia organizada, tortura y delitos electorales

[3] Quedarían excluidos la interrupción del embarazo y la eutanasia por ejemplo.

[4] La Ley Orgánica de la nueva Fiscalía General de la República (FGR) que se encuentra vigente contempla un plan de persecución penal pero son pocas las entidades donde se han adoptado este tipo de prácticas.