La muerte del último de los tecnócratas

Mariana Campos (mariana_c_v) | Animal Político
La carta de renuncia que Carlos Urzúa publicó el martes pasado no fue sólo el lamentable aviso de que abandonaba sus responsabilidades como secretario de Hacienda y Crédito Público. De hecho, creo que la noticia de su partida en parte fue opacada por la relevancia de sus denuncias sobre el mal proceder del gobierno. Fue un manotazo bien dado a la Cuarta Transformación. Pero quizá lo más grave es que puede interpretarse como el aviso de la muerte de la tecnocracia hacendaria, su canto del cisne, digamos, y la señal del posible inicio de una nueva era, caracterizada por la relegación de la técnica, la sobrevaloración de la ideología y la absoluta infiltración de la política. 
(A estas alturas, y para no ahondar en malentendidos, me conviene definir lo que entiendo por tecnocracia. No es una clase política. No es una tendencia de gobierno. Es el espacio que se le da en la toma de decisión gubernamental a la evidencia, la técnica y al método científico.) 
En todo caso, esta salida confirma la falta de evidencias en en proceso de toma de decisiones. Es la cumbre del “Yo tengo otros datos”, frase que nos dedica el presidente cada vez que se le cuestiona con datos en mano sobre el proceder de su gobierno. Pero Urzúa en su carta le da un matiz a esta muletilla: en las decisiones recientes de política económica no hay otros datos; se han tomado a partir de criterios ideológicos o políticos, por lo que no se puede asegurar que vayan a beneficiar al interés público. 
De alguna manera su carta confirma aspectos que ya habíamos observado, por ejemplo, en el recorte injustificado a las Estancias Infantiles, que claramente ha dañado y violado los derechos de los niños de familias que no cuentan con prestaciones sociales. También los vimos reflejados en la insistencia de construir la refinería Dos Bocas, un proyecto con riesgos en todos los frentes e inviable para Pemex, una empresa en quiebra técnica desde hace una década.
Por añadidura, sugiere que este gobierno, como los anteriores, sufre del vicio del influyentismo. La carta de denuncia saca a la luz pública asuntos espinosos que ya se sospechaban, y lo hace con mucha credibilidad, por venir de un hombre que era tan cercano al presidente. En efecto, Urzúa describe de manera tan elegante como sutil la corrupción política. Nos dice que la toma de decisiones en la Cuarta Transformación está siendo capturada por grupos de influyentes con patente conflicto de interés. La determinación o aparente necedad implícita en el frase favorita del presidente (“Me canso ganso”), puede estar impulsada por una agenda definida por un grupo de ‘connotados’. 

Cuando los técnicos salen del ring

Yo también subrayo la narrativa de la batalla entre rudos y técnicos. La están ganando, claro, los rudos, lo que nos coloca en la antesala de la muerte de la tecnocracia hacendaria. Hay que admitir que el espacio para una Hacienda pública profesional nunca ha sido pleno, pero se ha venido achicando en los últimos años y no hemos podido contener el proceso. Lamentablemente, ya sabemos cómo acaba esta historia: se politiza la Hacienda, hay bancarrota, crisis económica y aumenta la pobreza. 
Las décadas de los 70 y 80 se caracterizaron por fuertes crisis económicas ocasionadas por la quiebra financiera del erario. En 1982, el Gobierno de México declaró su insolvencia para pagar sus deudas; la tasa de inflación dejó de llamarse así, se comenzó a llamar hiperinflación. El dinero no tenía valor. En tal escenario de nada sirven los apoyos del gobierno, porque no alcanzan ni para comprar alimentos básicos. Las decisiones estaban más motivadas por la ideología y la política y menos por la evidencia y la técnica económica.
Como respuesta surgió la tecnocracia, a la cual se le concedió un espacio para manejar ‘técnicamente’ a la Hacienda pública. Tuvo buenos resultados, se recobró el equilibrio macroeconómico, se controlaron los equilibrios fiscales, México salió del buró de crédito, por decirlo de algún modo. Recuperó su capacidad crediticia. 
No obstante, la politización de la Hacienda pública no desapareció del todo, y arreció con la competencia política electoral, que cobró vida a partir de 2000. Desde entonces hemos visto los desvíos de los Duartes, el uso político de los fondos discrecionales del Ramo 23, la deuda creciente para financiar gasto corriente en la Federación y en los estados…
Urzúa fue una esperanza para los que mes a mes, y año tras año, hacemos las cuentas. Él era la posibilidad de una Hacienda más profesional y menos política. No se sentía intimidado, por ejemplo, con la idea de instituir una verdadera Oficina de Presupuesto en el Congreso; al contrario, la apoyaba. En su breve gestión, cerró la llave a los fondos más discrecionales del Ramo 23, entregó un presupuesto realista y consistente con los ingresos y gastos observados en años anteriores, y logró un balance primario sin remanentes del Banco de México
Pero el martes nos comunicó que liderazgos profesionales como el suyo no tienen cabida en el nuevo gobierno –y no, no nos olvidamos de Arturo Herrera, su muy acreditado sustituto, pero ya vimos en más de una ocasión cómo el Ejecutivo no tiene empacho en enmendarle la plana a Herrera–. ¿Es éste el fin de la tecnocracia hacendaria de derecha y de izquierda? ¿Estamos por iniciar el siguiente capítulo de la Hacienda ideologizada, politizada, alineada a la post-verdad?