Ponchado

Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma

Un tweet al inicio de la semana resumió el momento: “El presidente se preparó más para la marcha de las mujeres que para la vacunación”. La impactante valla delató las verdaderas percepciones dentro del palacio presidencial, revelando el miedo que ahí aflige. Para un gobierno cien por ciento concentrado en la elección intermedia, sus reacciones son confesión implícita de que la popularidad es alta, pero no una garantía de éxito.

Tratando de justificar el monumental testimonio a ese miedo que representa la muralla, el presidente afirmó que las mujeres “están en todo su derecho de protestar, pero hay mucha gente que se infiltra”. Una vez más, el presidente demuestra que no entiende la esencia del movimiento feminista ni está dispuesto a aprender de éste. López Obrador responde ante algo que no está bajo su control y reacciona como león enjaulado. En lugar de hacer suyo el movimiento y sumarlo a las demandas de cambio que caracterizaron su llegada al poder, el presidente se siente amenazado y lo muestra en la forma de temor, desdén y una interminable verborrea que revela su total desprecio por las demandas feministas y ofende y aliena hasta a sus seguidoras en Morena. Primero el dogma, luego los problemas del país.

No es sólo la falta de empatía al reclamo feminista en abstracto (algo para lo cual todos los políticos en el mundo se pintan solos, así sea falsamente), sino su empecinamiento —ya chole— en negar la existencia de violaciones, abuso sexual y la desigualdad de oportunidades. En lugar de verlo como un reclamo legítimo, el presidente lo ve como una afrenta personal, lo que le lleva a afirmar que se trata de una provocación.

¿Tendrá razón de tener tanto miedo al resultado electoral?

Las encuestas evidencian dos cosas: por un lado, una alta aprobación del presidente; por el otro, una muy baja calificación a su gobierno y sus políticas. Aunque la alta aprobación es real, ésta no es muy distinta a la de la mayoría de sus predecesores en esta etapa del partido, pero hay dos cosas que la hacen diferente. Primero, por el lado negativo, la brecha entre la persona del presidente y su gobierno es inusitada: en general, históricamente, ambas corren en paralelo, una explicando a la otra. La experiencia de Coahuila e Hidalgo sugeriría que la popularidad del presidente no se traduce en apoyo electoral a nivel local, lo que justificaría la ansiedad.

Sin embargo, en otro sentido, la naturaleza de la popularidad presidencial es distinta a la de sus predecesores. Aquellos gozaban de un reconocimiento por lo que habían alcanzado en lo que iba de su sexenio. López Obrador ha construido un vínculo personal que trasciende a su gobierno y que se asemeja a una comunicación fundamentada más en la fe que en un logro terrenal. Esa conexión, producto de una creencia en la persona, de carácter casi religioso, hace muy difícil la labor de los encuestadores porque incorpora una variable imposible de medir. No es sorprendente que, en este contexto, las encuestas (la mayoría a nivel nacional, no local) pronostiquen un triunfo casi absoluto de Morena y sucursales en los próximos comicios.

La experiencia de Coahuila e Hidalgo sugeriría que la popularidad del presidente no se traduce en apoyo electoral a nivel local, lo que justificaría la ansiedad.

El pobre (de hecho, patético) desempeño de los partidos de oposición en el proceso de nominación de candidatos a la fecha fortalece todavía más esa percepción de que el gobierno no enfrenta un desafío significativo porque parecería que no sólo han elegido candidatos de pobre realce, sino que han alienado a los que tendrían mayor capacidad de ganar una curul, municipio o gubernatura.

A la luz de estas imágenes, no es ociosa la pregunta de por qué tanto desasosiego por parte del equipo presidencial. ¿Sabrán algo que no sabemos el resto de los mortales? Quizá la explicación radique en algo tan simple y sencillo como que el respeto y hasta veneración que caracteriza al presidente no se traduce en apoyo electoral y, más, a nivel local, donde los asuntos son muy distintos a los nacionales. Por encima de todo, el mismo desprecio que el presidente le ha prodigado a las mujeres se lo muestra al elector promedio al suponer que su voto por Morena está garantizado.

Yo no tengo la menor idea de quién ganará o cuánto el próximo 6 de junio, pero no tengo duda que el presidente tiene razón de estar preocupado. Por más que mucha gente tenga fe inquebrantable en él, es imposible que el (pésimo) desempeño de su gobierno en la economía, la pandemia, la vacunación, el empleo, el entorno político y ahora las mujeres, no impacte el voto ciudadano.

Más importante aún, el presidente enfrenta dos fuerzas potencialmente incontenibles: una es la de una oposición débil y sin brújula que podría no satisfacer al electorado, forzándolo a un pragmatismo exacerbado, como el que se observó en 2000 y en 2018, ahora en sentido contrario: a favor de cualquier opción que penalice al presidente y a su partido. La otra es la que el propio presidente ha desatado al convertir al movimiento feminista en el gran aglutinador de los agravios, enojos y expectativas insatisfechas, aunque no es obvio que eso pudiera traducirse al plano electoral.

No comprender, despreciar e intentar deslegitimar y a la vez rechazar el reclamo feminista lo está transformando en una gran opción ciudadana, quizá el más costoso de los errores y dogmas del presidente.