Y México se movió…
Luis Rubio / Reforma
El presidente Enrique Peña ofreció “mover a México.” Dudo que su definición de movimiento sea la que ocurrió el pasado primero de julio, pero no cabe ni la menor duda de quién es responsable. En un sistema presidencial tan centralizado como el nuestro, donde todo funciona en torno al presidente, éste constituye, para bien y para mal, el corazón y la brújula del país. De quien ostenta esa oficina depende que exista confianza entre los ciudadanos, que los ahorradores e inversionistas cuenten con la suficiente certeza como para guardar o invertir su dinero y, en general, que el país goce de una claridad de rumbo.
Cuando desaparece ese sentido de dirección o la persona que ocupa esa oficina ignora los factores elementales de su función, todo el país entra en catatonia. El presidente Peña llegó con grandes planes y una enorme arrogancia a restaurar la presidencia imperial de los sesenta, pero entre todos esos proyectos no se encontraba el propósito de gobernar. Grandes reformas fueron aprobadas por el Congreso, pero la ciudadanía no vio mejoría en las cosas que más le importaban: seguridad, ingresos y empleos.
Lo que la población si vio fue a un presidente distante, frívolo y siempre indispuesto explicar y convencer, terminando como ejemplo de todo lo que la población desprecia: impunidad, corrupción y mal gobierno. Peor, utilizó los recursos de la presidencia para perseguir a un candidato, favorecer a sus favoritos y vengarse de sus enemigos. Nunca entendió que gobernar en el siglo XXI consiste en explicar, liderar y convencer a la ciudadanía, quien tiene acceso a tantas fuentes de información como las del presidente. Cuando el presidente abandona su responsabilidad de liderar en un país tan centralizado y sin pesos y contrapesos, el país entra en problemas. Enrique Peña no entendió el momento de México.
A partir de Ayotzinapa, el presidente abdicó a sus funciones elementales: despareció del mapa, creando un vacío que fue llenado con diligencia y clarividencia por Andrés Manuel López Obrador, quien es hoy presidente electo gracias a su trabajo de décadas y claridad estratégica. No es necesario estar de acuerdo con sus propuestas y posturas para reconocer su extraordinaria habilidad y trabajo para lograr lo que la ciudadanía le concedió en la elección.
Los candidatos ganan por su habilidad para convencer a los ciudadanos de su proyecto y personalidad, pero a los presidentes se les juzga por la forma en que responden a circunstancias inesperadas. Algunos presidentes crecen ante a adversidad, otros se amilanan. En países serios y desarrollados, el presidente es importante en cuanto a avanzar una agenda determinada de gobierno y en la medida en que éste o ésta logra convencer a la población y a las instancias legislativas de la relevancia de su propuesta, pero no tiene capacidad de afectar la vida de la población de una manera dramática o excesiva. En México, un error presidencial puede conducir a una crisis financiera en cuestión de segundos o puede provocar una crisis política de enormes magnitudes. Ejemplos sobran.
La paradoja de Enrique Peña fue que avanzó la agenda que ofreció y luego se quedó sin proyecto, pero su insistencia en demostrar que él estaba a cargo y en control del país (algo que hace décadas es imposible) no hizo sino subrayar sus errores y fracasos. La realidad es que ningún presidente puede controlarlo todo sino, más bien, en esta era tan convulsa, con frecuencia no es más que un rehén de circunstancias sobre las que no tiene influencia alguna, como ocurre ahora con el TLC. Lo que hace distinto -y exitoso- a un presidente, es su capacidad para responder ante las dificultades: importa más el liderazgo que despliega que el problema mismo porque de ahí surge, o desaparece, la confianza. El presidente abandonó su responsabilidad antes de concluir la mitad de su mandato y, peor, no supo responderle a Trump, algo que AMLO sin duda gozará haciendo, aún con los potencialmente enormes riesgos que eso entrañaría.
La casa blanca y luego Ayotzinapa marcaron a esta administración de manera definitiva. A partir de ese momento, su suerte estaba marcada, pero el presidente se empeñó en empeorar las cosas.
Para mí es incomprensible que un presidente se dedique a quejarse de los votantes, pero este presidente lo hizo sin reparo y, peor, de manera repetida. La campaña publicitaria de “Ya chole con tus quejas” pasará al historial de la arrogancia presidencial, seguida de la última edición: “haz bien las cuentas.” En el curso del tiempo he escuchado a muchos políticos, en México y en el extranjero, quejarse del electorado, al que en general consideran, casi de manera universal, como un estorbo, cuando no una pinta de tontos (con otra palabra). Sin embargo, hasta que vieron la luz estas campañas, nunca había visto a un político decirle lo que piensa de ellos a los ciudadanos. Lo ocurrido el pasado primero de julio fue ganado a pulso.
Con nuestro voto, los mexicanos somos responsables de elegir a un gobernante. La falta de pesos y contrapesos efectivos crea una presidencia con poderes excesivos, haciendo dependiente el bienestar colectivo del humor y capacidad de una persona. Acaba un sexenio así y comienza otro que ojalá sea mejor.