La nueva FGR se apunta al gatopardismo radical

Por Chrístel Rosales (@Chris_Ros) | Animal Político

El 17 de marzo pasado, la Cámara de Senadores aprobó de manera casi unánime una nueva Ley Orgánica para la Fiscalía General de la República (FGR), ahora en discusión en la Cámara de Diputados. A pesar del aparente amplio consenso entre legisladores de todas las fracciones políticas, no hay un solo argumento basado en evidencia que justifique la expedición de una nueva ley. Se aprobó sin claridad sobre el problema que se busca resolver, sin un diagnóstico serio y sin diálogo pero, eso sí, con un fiscal general que no ha aplicado la ley vigente, que no ha rendido cuentas en dos años de gestión y que no ha dado resultados. Esto, en un Estado democrático y con contrapesos, es inaceptable.

Las normas, como producto avanzado de la política pública, deben representar una alternativa de solución a un problema específico. La Ley Orgánica vigente buscó construir una Fiscalía autónoma, eficaz y garante de derechos humanos, aunque en la práctica la designación del fiscal general significó la renuncia a ponerla en práctica. ¿Cuál es el problema público que atiende la nueva ley? La respuesta: nadie se hizo esa pregunta. Lo que sabemos es que busca formalizar la permanencia de lo que, aunque parezca un acertijo de la esfinge, todavía existe pero que estaba llamada a desaparecer: la anterior PGR. Es decir, mantener la “solución” que hemos probado a lo largo de 37 años.

Considerando el contexto político y la desdibujada división de poderes, el pronóstico de lo que sucederá en la Cámara de Diputados no es alentador; muy probablemente la ley se aprobará sin cambios sustantivos. Eso sí, acompañada de discursos retóricos que describirán el ejercicio como un acto de heroísmo. Aunque muchos coincidamos en que todo el proceso, incluida la nueva ley, tienen más bien tintes de ejercicio extremo de gatopardismo: cambiar todo para que en esencia nada cambie.

Si la ley vigente fue brújula, la que viene es indignación

Ante la necesidad de fortalecer la procuración de justicia como medio para atajar la impunidad y combatir la criminalidad, en los últimos años en nuestro país se han confeccionado ambiciosos procesos de transformación institucional. Hemos transitado de un modelo de justicia inquisitivo a uno acusatorio; hemos avanzado para materializar la reforma de los derechos humanos y desarrollado un entramado institucional que tiene el objetivo de salvaguardar los derechos de las víctimas. 

En 2014 se logró la reforma constitucional que dotó de autonomía a la FGR. Fue una época notable, en la que se lograron las condiciones de discusión pública y de co-construcción para definir un modelo nacional de procuración de justicia y, posteriormente, un texto de ley que fuera la brújula para la transformación institucional. De esta manera, tras un exhaustivo proceso de análisis y discusión[1], entró en vigor la Ley Orgánica en diciembre de 2018.

El horizonte era claro: transformar la persecución penal, contar con una ley capaz de indicar si la reorganización institucional y el cambio de reglas se alineaban con el horizonte definido y designar al titular encargado de tan ambiciosa encomienda. El proceso comprendería la extinción gradual de la entonces PGR, de todos sus vicios y resquicios, junto con la construcción de una institución autónoma y a la altura de las necesidades actuales.

Independientemente de que tal aspiración se quedara en el papel gracias a Alejandro Gertz, ¿por qué indigna tanto la nueva ley? La respuesta es sencilla: el país no puede seguir colapsado por la crisis de impunidad. Los fenómenos criminales que más nos afectan, y que son responsables del crecimiento obsceno de víctimas, no están siendo enfrentados por el aparato de justicia. Las víctimas, además de su dolor, cargan en sus hombros con la ineficiencia de las instituciones. Aspiramos y exigimos un cambio, mientras que la nueva ley sólo ofrece la perpetuación de un modelo agotado y un diseño institucional estéril, superado. Por eso nos indigna.

¿En qué fallamos?

El momento grave que vivimos es perfecto para hacer el recuento y preguntarnos: ¿qué se hizo mal?, ¿qué debemos aprender?, ¿qué requiere corregirse? Más vale aceptar que la Ley Orgánica de la FGR vigente fracasó como política pública, pues se canceló incluso antes de ponerla en operación. ¿Falló el diseño?, ¿fallaron las alternativas de solución?, ¿falló la implementación?

Si algo nos han enseñado las transiciones de procuradurías a fiscalías es que no basta con tener buenas intenciones o leyes modelo. Una transformación real exige la visión para rediseñar las instituciones; necesita instrumentos de planeación que definan la ruta a corto, mediano y largo plazo, así como destinar recursos suficientes y fijar una estrategia para gestionar el cambio. Pero lo más importante: se requiere voluntad política, pues el cambio tendrá una complejidad incremental y enfrentará resistencias. La construcción de instituciones necesita blindarse de personas no convencidas o que respondan a intereses ajenos.

A dos años de haber iniciado formalmente la transición a Fiscalía General de la República, y con un índice de impunidad federal que nos recuerda constantemente su baja efectividad — asciende a 95.1%—[2], el hecho de que esos nudos elementales todavía no se han desatado es quizá el indicativo del mayor de nuestros errores. Y, ahora, con la amenaza casi consumada de una nueva ley regresiva, corremos el peligro de que nunca se desaten. Más aún, corremos el riesgo que ese “estándar” se reproduzca a manera de espejo en algunos contextos locales, lo que implicaría mayores retrocesos.

Y es que olvidamos con demasiada frecuencia que tenemos 32 fiscalías locales que también han emprendido procesos de transición, de los que es clave conocer sus alcances y resultados. Son ellas las que atienden la gran mayoría de los delitos del país. Hoy en día, 90.6% de las instancias de procuración locales se denominan ya fiscalías. Baja California Sur, Hidalgo y Tlaxcala son las excepciones. Sin embargo, casi ninguna cuenta con un servicio profesional de carrera en operación, con mecanismos de transparencia y rendición de cuentas y con un plan de persecución penal que optimice recursos y cierre espacios a la arbitrariedad. Tampoco se observa una reducción en los niveles de impunidad, que en promedio ascienden a 92.4%[3].   

La única forma de asegurarnos que se están desarrollando transformaciones reales es observar con detalle las condiciones y resultados en las fiscalías, darles un seguimiento puntual y vigilar su desempeño. Las lecciones del ámbito federal deben servirnos para mejorar la construcción y transformación de instituciones en todo el territorio nacional.

En ese sentido, si analizamos la experiencia federal con miras hacia las transiciones a nivel local, podemos ponernos de acuerdo, al menos en tres cosas: 1. La definición del problema fue la adecuada; 2. Las alternativas de solución fueron las adecuadas, y 3. El proceso de formulación fue el correcto. Debemos defender esas certezas. Seguramente coincidiremos también en que el fallo radicó en su implementación, ya sea por la falta de convencimiento del titular, por la falta de un ejercicio efectivo de contrapesos o por la incapacidad para arrancar su operación, pero lo cierto es que la innovación falló antes de ser probada.

¿Cómo blindar los esfuerzos futuros?

Si aspiramos a una mejor justicia, no podemos darnos por vencidos. Todo parece indicar que tendremos que construir el modelo de procuración de justicia con (o a pesar de) una nueva Ley Orgánica más asociada con el modelo inquisitivo, una FGR cada vez más aislada y anquilosada, un titular de la FGR más preocupado por legislar que por dar resultados y un sistema político que se resiste a vigilar su desempeño.

Aun así, aquí cuatro elementos que pueden servir de base para una hoja de ruta:

  1. Planes de Persecución Penal. Los recursos para la investigación y persecución penal son escasos y las instancias están rebasadas, mayormente a causa de la criminalidad común. Las fiscalías requieren transitar hacia esquemas de priorización que les permitan investigar fenómenos, optimizar sus recursos y mejorar sus resultados. En la nueva ley un piso mínimo será asegurar que el Plan que se prevé cumpla con lo necesario como instrumento de preparación de la acción penal, que no se convierta en sólo un ornamento[4].
  2. Servicio Profesional de Carrera (SPC). La apuesta por construir instituciones atraviesa por la profesionalización de su personal. Uno de los esfuerzos al que no podemos claudicar es el establecimiento de procesos estrictos para el ingreso, selección, desarrollo y permanencia del personal. Sólo así podremos seguir buscando la independencia técnica de los operadores. En la nueva ley y sus transitorios deberá privilegiarse su establecimiento, pero también darle seguimiento para que se haga efectivo[5].
  3. Vigilancia ciudadana y rendición de cuentas. Si algo ha quedado claro es que todo proceso de cambio requiere de un acompañamiento con controles permanentes. La transparencia, la participación ciudadana y los mecanismos de rendición de cuentas deben ser precondiciones. Poner la lupa en la conformación del Consejo Ciudadano, garantizar la participación de víctimas, sociedad civil y expertos en el diseño del plan de persecución son elementos en los que se debe insistir, tanto en la confección de la ley, como en el proceso que inicie a partir de su aprobación. Hay que exigir, además, que el INAI sea un contrapeso efectivo.
  4. Impulsar los cambios desde lo local. Más allá de lo que suceda en el ámbito federal y de lo intrincada que luce la distribución de competencias para la investigación del delito en México, en el ámbito local se observan ejemplos de fiscalías que están buscando transformar su epicentro. Allí es donde será preciso también destinar el apoyo y el acompañamiento para promover buenas prácticas. Veamos, por ejemplo, las innovaciones en el modelo de investigación que se están desarrollando en Nuevo León y Querétaro; el proceso de construcción de un Plan de Persecución en Sonora y la Ciudad de México, la certificación de procesos que se está realizando en San Luis Potosí, entre otros.

[1] Su contenido fue resultado de un proceso abierto de debate plural y co-creación que a partir de 2017, reunió a expertos, académicos, organizaciones de la sociedad civil y grupos de víctimas, muchos organizados en el colectivo #FiscalíaQueSirva. También contó con la participación de representantes de la administración que hoy gobierna y legisladores, quienes establecieron mesas de trabajo y participaron activamente en la comprensión y definición de una nueva ley.

[2] Cálculo propio con base en la información del Censo Nacional de Procuración de Justicia Federal 2020 y la metodología de Hallazgos 2019.

[3] 19 entidades presentan niveles de impunidad superiores al promedio nacional, como se puede leer en Hallazgos 2019. p. 141, de México Evalúa. Disponible en: https://www.mexicoevalua.org/wp-content/uploads/2020/10/hallazgos2019-27oct.pdf

[4] Véase De PGR a FGR: Lineamientos para la Transición. México Evalúa. 2019. Disponible en: https://www.mexicoevalua.org/wp-content/uploads/2020/03/pgrafgr-1-1.pdf

[5] Íbidem.