La agenda

Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma

Los objetivos que definieron la agenda y propuesta electoral del hoy presidente López Obrador son LOS problemas de México: pobreza, corrupción, desigualdad e insuficiente crecimiento. Se pueden discutir las estrategias para derrotar esos males, pero nadie puede disputar su trascendencia en la realidad nacional. El verdadero dilema reside en otra parte: se trata de problemas estructurales y sistémicos que tienen que ser comprendidos en esa dimensión porque, de lo contrario, el presidente –y el país– estarán persiguiendo no más que otra quimera. Otra de las muchas que se acumulan cada mañanera.

“Muchos de los problemas son sistémicos —dice Charles Murray en Facing Reality, su nuevo libro—, pero no van a resolverse atacando su manifestación aparente. Se podrán resolver, o disminuir, atacando la problemática sistémica de la educación, los problemas sistémicos de legalidad y los problemas sistémicos de empleo”. Es decir, en lugar de pretender que un mejor maestro o un nuevo libro de texto van a transformar nuestro sistema educativo (o lo equivalente en materia de Estado de derecho), la única forma de lograr esa transformación es reconociendo su naturaleza estructural y concibiendo políticas públicas expresamente diseñadas para tal propósito.

En México, lo anterior implica comenzar por los objetivos del sistema educativo, que nunca fueron sobre la educación de la población, la igualación de oportunidades o la capacitación para la vida. La educación en el México posrevolucionario fue siempre un instrumento de acción política orientado a facilitar el control de la ciudadanía y a manipular su manera de pensar para construir una hegemonía ideológica. En vez de ser un factor transformador, la educación siempre se concibió para el control, razón por la cual no sólo se toleró el crecimiento de poderosos sindicatos del magisterio, sino que éste era un objetivo expreso del México corporativista: así como se procuraba el control de los trabajadores en el ámbito industrial, se buscaba el control de los maestros y la subordinación de la población a través de un sistema educativo diseñado para ese propósito. En esto, el México del siglo XX fue mucho más parecido a la vieja Unión Soviética que al resto de las naciones latinoamericanas y nada más distante al énfasis que adoptaron las naciones asiáticas para convertir a la educación en el factor transformador de sus sociedades.

En Asia, especialmente en países como Corea, Japón, Singapur y Taiwán, la educación se convirtió en el instrumento transformador de sus sociedades. Naciones sin mayores recursos naturales, todas ellas vieron a la educación como el medio a través del cual podrían elevar la productividad de sus economías, mejorar el ingreso de sus poblaciones y entrar a la era del mundo desarrollado por la puerta grande. No es casualidad que la segunda ola de gobiernos dedicados al mismo objetivo –como China y Vietnam– hayan visto a la educación como factor clave de su proyecto económico. El rápido ascenso en sus tasas de ingreso per cápita habla por sí mismo.

Con la noción de tirar por la borda cualquier cosa que no contribuya a la concentración del poder y la subordinación de todo al presidente, el gobierno actual amenaza con regresar al país a la era del neolítico posrevolucionario.

Por más que se hayan intentado diversas reformas educativas en México, desde la de los 90 hasta las del gobierno pasado, el hecho tangible, medido por resultados, es que el país sigue estancado en esta materia. Ahora, con un presidente que considera que el único objetivo legítimo de un gobierno es político –es decir, obviando cualquier consideración técnica o analítica– hemos vuelto a la lógica de los 70 en que el propósito expreso, no sólo de facto, de la educación es el control de la población. Con la noción de tirar por la borda cualquier cosa que no contribuya a la concentración del poder y la subordinación de todo al presidente, el gobierno actual amenaza con regresar al país a la era del neolítico posrevolucionario.

¿Para qué educar a los mexicanos si se pueden emplear tecnologías de la era colonial que no requieren educación alguna? En lugar de procurar la elevación de los niveles de ingreso de la población y sus oportunidades de hacerla en la vida, comenzando por la más pobre, el gobierno del presidente López Obrador busca igualar hacia abajo: que todo mundo sea pobre. Ése puede no ser su objetivo, pero es lo que sus políticas están avanzando y el resultado serán décadas de atraso, además de resentimientos acumulados que no harán sino complicar el panorama. Esta también es la razón por la cual se observa un enorme crecimiento en el número de migrantes mexicanos hacia Estados Unidos: en lugar de buscar el desarrollo de México, el objetivo parece ser contribuir al desarrollo de nuestros vecinos.

La desigualdad y la pobreza son una realidad tangible, producto de todo un sistema diseñado para preservar esas circunstancias. Incluso los gobiernos más ambiciosos en materia de desarrollo fueron omisos en atacar los problemas estructurales –sociales, políticos, caciquiles– que son el pan de cada día de la vida de la abrumadora mayoría de los mexicanos. Es paradójico, pero sobre todo patético, que el gobierno más radical en su retórica en estas materias sea también el más reaccionario, el que más va a contribuir en el último medio siglo a elevar la pobreza, la desigualdad y, porqué no decirlo, la corrupción. Sorpresas que da la vida.