Intertemporalidad

Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma

La clave del desarrollo radica en el actuar acumulado de millones de individuos ejerciendo su libertad y decidiendo por su cuenta, dentro del marco de reglas que establece el Estado. Cuando esas reglas son coherentes y, sobre todo, cuando parten del reconocimiento de la naturaleza humana como es y no como algún político preferiría que fueran, el desarrollo se da y florece. Quizá no haya mejor manera de ejemplificar lo anterior que el contraste entre Mao y Deng: el primero se dedicó a perseguir y empobrecer a su población; el segundo hizo posible que floreciera su nación. En palabras de Deng, “no importa si el gato es negro o blanco, lo importante es que cache ratones”. La diferencia: Deng aceptó la naturaleza humana en lugar de tratar de acomodarla a sus preferencias políticas o ideológicas.

Deng reconoció que la gente busca su beneficio personal y que la suma de millones de personas tomando decisiones en materia económica se traduce en un enorme beneficio colectivo y que, de esa manera, se avanzaba en el desarrollo de su país. Las decisiones de esos millones de ciudadanos a lo largo del tiempo –la intertemporalidad– contribuyen al desarrollo y son posibles en la medida en que exista un marco de certidumbre al que esos individuos se puedan apegar. La diferencia entre Mao y Deng acabó siendo que Deng, al reconocer esta faceta de la naturaleza humana, se abocó a crear el marco político-normativo que la hiciera florecer. El resultado fue que el gobierno chino le confirió un entorno de certidumbre a su población, la explicación más integral del enorme éxito de su economía en las pasadas décadas.

La lección para México es obvia: el país ha prosperado en los momentos en que existe certidumbre y se ha estancado o retraído cuando ésta desaparece. Por muchas décadas, esa certidumbre dependía de cada sexenio; si uno observa los ciclos económicos mexicanos, estos siempre fueron sexenales: el primer año era recesivo porque los ahorradores e inversionistas esperaban a ver cómo reinventaría la rueda el nuevo gobierno; cuando las reglas del juego quedaban claras, comenzaba el ciclo ascendente, sólo para amainar hacia el sexto año, cuando el proceso comenzaba de nuevo. Es decir, todo dependía del presidente en turno porque su poder era (es) tan vasto, que podía cambiar las reglas en cualquier momento. Esta es la razón por la que el factor confianza en el gobernante adquirió tan enorme trascendencia.

Un gobierno inteligente, capaz de reconocer la naturaleza del fenómeno de fondo, habría extendido las reglas del juego inherentes al TLC a toda la economía y a todo el territorio nacional.

Esta manera de funcionar entrañaba tres costos obvios: primero, nunca se desarrollaban proyectos de largo plazo; segundo, la propensión a que se agudizaran los ciclos recesivos era enorme, y tercero, al todo depender del presidente, cada una de sus expresiones adquiría dimensiones cósmicas, igual para bien que para mal. La falta de factores de certidumbre de largo plazo llevó la era de crisis en los 70, 80 y 90 y no fue sino hasta que se consolidó el TLC norteamericano que el país experimentó, por primera vez desde la Revolución, una era de estabilidad y claridad de reglas, al menos para una parte de la economía.

Un gobierno inteligente, capaz de reconocer la naturaleza del fenómeno de fondo, habría extendido las reglas del juego inherentes al TLC a toda la economía y a todo el territorio nacional. Sin embargo, como se dieron las cosas, el país entró en una era de dos Méxicos y dos velocidades que permitió que hubiera gran crecimiento en una parte del país y estancamiento en otra. Para colmo, luego llegó Trump, el primer presidente estadounidense dentro de la era del TLC que no tenía conocimiento ni mucho menos interés en la relevancia política del TLC para México, a quitarle “los alfileres” a todo el entramado.

El T-MEC tiene muchas virtudes, pero no entraña la misma fuente de certidumbre que el TLC original y a eso se viene a sumar la retórica del presidente López Obrador, que tiene el efecto inmediato de minar la certidumbre y generar desconfianza en un amplio espectro de la población, como se pudo apreciar en los recientes procesos electorales. En contraste con los presidentes de la era priista a los que parece admirar, López Obrador no tiene ni la menor intención de generar un marco de confianza para la inversión. Su retórica y su trato de adversarios (cuando no de enemigos) a todos aquellos que no comulgan con él ha resultado en estancamiento económico.

En la era de la ubicuidad de la información, los mensajes públicos y los privados son indistinguibles porque todos se suman en el proceso político y arrojan un resultado binario: generan confianza o no la hay. La estrategia de confrontación, diseñada expresamente para dividir, agudiza el encono social, cierra los espacios de potencial diálogo y tiene el efecto de generar incertidumbre. En lugar de crearse un entorno de paz y de tranquilidad, crucial para atraer inversión y ahorro, éste se torna imposible.

Fue el propio Mao quien afirmó, en una entrevista con Edgar Snow, que para gobernar se requiere “Un ejército popular, alimento suficiente y confianza del pueblo en sus gobernantes”. “Si sólo tuviera una de las tres cosas, ¿cuál preferiría?”, preguntó Snow. “Puedo prescindir del ejército. La gente puede apretarse los cinturones por un tiempo. Pero sin su confianza no es posible gobernar”.