¿Garantes?

Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma

El sistema de división de poderes ideado por Montesquieu tenía por propósito central proteger las libertades y derechos de la ciudadanía. La idea era que la separación provocaría un equilibrio que haría imposible el abuso de cualquiera de los tres: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Lamentablemente, nuestra experiencia no ha validado la concepción del filósofo del siglo XVIII. En lugar de garantes de las libertades y derechos, una minoría de ministros de la Suprema Corte de Justicia ha logrado convertir en una parodia la esencia de la democracia y la civilidad en el país.

La era priista se distinguió por la sumisión al ejecutivo de toda la estructura, formal e informal, de poder en el país. La esperanza era que la alternancia de partidos en la presidencia produciría una nueva estructura de equilibrios, para lo cual se edificaron diversas instituciones, concebidas todas ellas para impedir los abusos que, históricamente, el ejecutivo le había proferido a la ciudadanía y a toda la estructura de poder. La primera entidad en ser reformada fue precisamente la Corte, a lo cual siguió el Instituto Federal Electoral y luego una diversidad de órganos y entidades dedicados a conferirle predictibilidad, certidumbre y estabilidad a la conducción de los asuntos nodales de la vida nacional, en todos sus ámbitos.

Es evidente que aquella visión no se aterrizó para la totalidad del país. Más bien, a partir de la crisis financiera de 1995 y sus consecuencias sociopolíticas, se abandonó la pretendida expansión del “México moderno” hacia el resto de la sociedad, con lo que el país se partió en dos: la nación de la formalidad, las exportaciones y la creciente productividad; y el país de la informalidad y la extorsión. El primero genera el crecimiento, empleo y oportunidades, pero en el segundo habita la mayoría de la población. El abandono de este otro México ha sido patente.

Visto desde esta perspectiva, es claro que la Suprema Corte de Justicia no ha estado a la altura de su responsabilidad fundamental, que es la de proteger las libertades y derechos esenciales de la ciudadanía.

López Obrador llegó a subvertir la visión del México moderno pero, fuera de enquistarse en su mundito idealizado de los setenta, no aportó ninguna propuesta positiva para la construcción de un mejor futuro. En lugar de ello, se ha dedicado a desmantelar las estructuras del México moderno, el que funcionaba más o menos bien, con lo que está condenando a todo el país al ocaso. A los promotores de la visión presidencial les pueden parecer visionarias las propuestas de subordinar a SCJ, desmantelar al INE o acabar con la diversificación energética, pero ninguna de éstas viene acompañada de un plan proactivo, susceptible de darle viabilidad o mayor equidad al futuro. Todo lo que se está haciendo es retornar a un pasado inasible e imposible que, en todo caso, no era atractivo ni equitativo.

Visto desde esta perspectiva, es claro que la Suprema Corte de Justicia no ha estado a la altura de su responsabilidad fundamental, que es la de proteger las libertades y derechos esenciales de la ciudadanía. La Corte no sólo ha sido omisa en atender asuntos de primera importancia para la democracia y la integridad de la población –quizá no haya mejor ejemplo de esto que la prisión preventiva sin la intervención de un juez– sino que su desempeño ha sido por demás pobre en asuntos clave, como ilustró la torcida manera en que se encaró la constitucionalidad de ley en materia de electricidad.

En honor a la verdad, el problema no es “La Corte”, sino el extraño requisito de contar con una mayoría de dos tercios: es esto lo que le ha dado un poder excesivo al presidente y a la minoría de cuatro ministros la capacidad de imponerse sobre la mayoría en decisiones trascendentales. Además, el control procesal que radica en la oficina del presidente de la Corte le permite determinar qué asuntos son tratados y cuáles se quedan congelados, favoreciendo intereses particulares en lugar de avanzar el interés general.

El resultado neto es que la Corte no cumple con su función clave de proteger a la ciudadanía. Más bien, se dedica a proteger al gobierno de la ciudadanía. ¿Cómo es posible, uno tiene que preguntarse, que el cuerpo colegiado que es responsable de asegurar que ninguno de los otros dos poderes públicos abuse o limite las libertades o derechos de la población haya acabado sometido al ejecutivo y dedicado a protegerlo? En una palabra: ¿quién defiende a la ciudadanía?

Lo evidente en el proceder de varios de los ministros de la Corte es que sus criterios son más políticos que legales. Y aunque la política es, de manera natural, parte del contexto en que actúan los integrantes de la Corte, la ciudadanía tiene que esperar autonomía e independencia de criterio, que es la única razón por la cual sus nombramientos son de 15 años: para gozar de la libertad de actuar sin temor.

En el mundo de la realidad, lo crucial no es la visión teórica de un filósofo de hace 200 años, sino los elementos con que cuenta la ciudadanía para protegerse. La Corte es o, más bien, debiera ser, el garante de esos derechos, por lo que la pregunta pertinente es cuándo asumirán los ministros su responsabilidad de proteger a la ciudadanía frente a los abusos del Poder Ejecutivo. Es decir: ¿para quién trabajan los ministros que se empeñan en avanzar una agenda que claramente contradice a la Constitución y a las libertades y derechos ciudadanos?