El reto es otro
Luis Rubio / Reforma
Trump ha sido un dolor de cabeza pero por una razón que los mexicanos tenemos que aceptar: porque no hemos construido una plataforma de certidumbre para que la ciudadanía pueda llevar a cabo su vida de manera normal. Abrumados por la inseguridad, los excesos burocráticos y los permanentes altibajos económicos, los mexicanos nos hemos acostumbrado a vivir en la penumbra de la ley. Lo más revelador del momento político actual es que el presidente electo y su equipo no reconocen que el principal desafío que enfrenta el país no es el económico sino el de la certidumbre.
Desde su campaña, era evidente que Trump constituiría un enorme desafío para México. Su violenta retórica anticipaba una nueva relación política y un severo riesgo para las fuentes de sustento de la economía mexicana. No es para menos: el TLC es el principal motor de la economía nacional y, por más que la retórica diga otra cosa, no hay sustitutos fáciles. El país apostó por una cercanía con la economía estadounidense a través del TLC por obvias razones: ante todo, porque era lo más eficiente y racional en términos económicos pero, sobre todo, porque el TLC ha servido de fuente de certidumbre para atraer la inversión productiva, sin la cual el enorme progreso de las últimas décadas habría sido imposible.
El hecho de que Trump haya puesto en entredicho la permanencia del TLC creó un entorno de enorme incertidumbre que parece incomprensible para muchos políticos porque no comprenden la desconfianza e incertidumbre que yacen en el corazón del dilema nacional. Ante la ausencia de un gobierno funcional y de reglas claras y confiables (que no es otra cosa sino Estado de derecho), el TLC ha sido la principal fuente de certeza en la economía mexicana; todos los gobiernos, de 1994 a la fecha, optaron por preservar al TLC como si fuese una pieza de museo en lugar de construir un gran andamiaje institucional que incorporara a toda la economía -no sólo a la vinculada con el comercio exterior- y a la sociedad en la lógica de un país moderno, seguro de sí mismo.
La debilidad de la postura mexicana en las negociaciones se deriva del hecho de que durante todos estos años no se llevaron a cabo reformas políticas e institucionales que crearan un sistema moderno de gobierno y afianzaran un Estado de derecho, la única forma en que el país podría reemplazar la función política del TLC: o sea, el riesgo no era, en sentido estricto, de carácter económico; el riesgo radicaba en la desaparición de la única fuente de confianza y certidumbre que hoy existe en el país y que, de manera consciente o inconsciente, es la fuente de estabilidad para la clase media, los empresarios y los inversionistas. Y ese riesgo crece dramáticamente en la medida en que se propongan cambios radicales a la política económica, algo que era menos amenazante antes de que llegara Trump.
Nuestro sistema de gobierno ha hecho imposible el desarrollo porque está diseñado para que unos cuantos controlen procesos clave que generan poder y privilegios. Mientras eso no cambie, la economía seguirá mostrando una enorme varianza a lo largo del país, cualquiera que sea el proyecto económico de la próxima administración: uno de grandes reformas o uno enfocado al mercado interno. Da igual.
El principal reto del próximo gobierno, y más por ser crítico de las reformas, será la de crear fuentes de certidumbre internas que solidifiquen y consoliden la función que, por todos estos años, ha cumplido el TLC. La certidumbre se logra cuando existen reglas del juego -leyes, prácticas, acciones- que no pueden ser modificadas por un funcionario sin que medie un proceso legislativo con pesos y contrapesos efectivos. La razón por la cual el TLC había sido tan poderoso como fuente de certidumbre, por lo menos hasta que Trump amenazara con sacar a su país del mismo, es precisamente porque su contenido no se podía modificar de manera unilateral. De esta manera, en contraste con las leyes mexicanas, que cambian cada vez que un funcionario así lo decide, el TLC enarbolaba reglas permanentes y, por lo tanto, confiables (algo menos certero en el nuevo acuerdo). Esa certidumbre va de por medio en el aeropuerto.
La vida cuasi democrática que vive el país ocurre en un contexto en el que no existen certezas para la ciudadanía. El hoy presidente electo gozará de enormes -¿desmedidas?- facultades, susceptibles de cambiar la vida de los mexicanos para bien o para mal. La virtud del TLC es que limitaba el potencial de efectos perniciosos sobre una parte vital del país, la inversión productiva. Con el nuevo acuerdo, “ACME,” el próximo gobierno contará con una fuente más o menos sólida de confianza externa, pero no tendrá más remedio que desarrollar nuevas fuentes de certidumbre a partir de un cambio político integral, una reingeniería política que arroje una mayor equidad y un nuevo equilibrio entre los gobernantes y la ciudadanía. No se trata de concesiones a la ciudadanía, sino de recobrar la capacidad de crecer la economía en un contexto de estabilidad política y seguridad ciudadana, de confianza.
Lo peor que podría hacer el presidente electo es subestimar la enorme desconfianza, incertidumbre e inseguridad en que vive la ciudadanía, de todos colores.