El efecto Peña

Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma

Al fin de la Guerra Fría, Fukuyama escribió un artículo intitulado “El fin de la historia”, donde postulaba que el mundo había llegado a un consenso sobre el camino hacia el futuro. Veinte años después, con las guerras en Medio Oriente en boga, Jennifer Welsh publicó “El regreso de la historia,” sugiriendo que ésta nunca cesa. El equivalente para el México de hoy bien podría ser “El regreso de la política.”

La elección intermedia de 1997 constituyó un hito en la política mexicana por ser el primer Congreso desde la Revolución en que el PRI no logró una mayoría. La era del monopolio en el poder pasaba a la historia, o al menos esa fue la lectura casi unánime del momento. Los optimistas confiaban que los partidos y sus políticos comenzarían a negociar para lograr acuerdos consensuados sobre los asuntos trascendentes para el futuro del país. Sin embargo, los siguientes tres lustros se caracterizaron menos por la armonía que por la crispación y la imposibilidad de confrontar los desafíos hacia el futuro en innumerables frentes.

Todo cambió con la llegada de Peña Nieto a la presidencia. Haciendo eco a su fama de ejecutivo eficaz, el presidente estructuró el llamado “Pacto por México” con el PAN y el PRD, con lo que se lograron acuerdos sobre la agenda de reformas que requería el país y que los tres partidos (el PRI incluido) se comprometían a avanzar sin dilación. El famoso pacto, de triste memoria, fue algo extraño, sobre todo para el PAN y el PRD, pues había muy poco beneficio potencial para ellos: si las cosas salían extraordinariamente bien, esos partidos quedaban igual, mientras que el PRI lograba un éxito casi sobrenatural; si las cosas salían mal, los tres partidos perdían. A mí siempre me pareció que el Pacto tenía un sentido muy racional visto desde el bienestar del país, pero absolutamente inexplicable (absurdo) desde la perspectiva de la realpolitik de los partidos que lo acordaron. Y así les fue.

El Pacto tuvo el efecto de sacar de la discusión pública los componentes de las reformas. En lugar de que se orearan y debatieran, todo se decidía en Hacienda, con un pequeño grupo de líderes partidistas, para luego votarse sin debate en el Poder Legislativo. Los operadores priistas movilizaban a sus huestes y compraban los votos (Lozoya dixit) que faltaban para completar los paquetes. Los gobernadores se desvivían por ser los primeros en lograr que las reformas se ratificaran por sus legislativos locales, para lo cual seguramente también se empleaban “aportaciones.”

El beneficio de la operación “en lo obscurito” era obvio: el país finalmente contaba con legislaciones modernas y necesarias en diversos rubros, pero especialmente en lo laboral, la educación y la energía. El costo de aquel aquelarre lo padecemos hoy en día con amplitud: reformas que no se socializaron, que no obtuvieron legitimidad, son ahora desmanteladas sin el menor recato porque no fueron asumidas como relevantes y trascendentes. Los arreglos entre unos cuantos son desarreglados por otros cuantos. La política puede ser onerosa, azarosa y demorada, pero sin política los costos son desmesurados y desproporcionados.

Los grandes cambios en una sociedad tienen que ser de la sociedad: no se le pueden imponer porque no se trata de decisiones técnicas, sino de procesos políticos que entrañan consecuencias, afectan emociones y trastocan intereses, además de dogmas arraigados.

Porque, además, aquellas reformas no fueron meros ajustes al marco legal existente. Las tres reformas emblemáticas del sexenio pasado trastocaron los tres pilares cardinales de la Constitución de 1917. Desde mi perspectiva las reformas eran necesarias y urgentes, pero nadie puede negarle razón a quienes afirmaban, con malestar, que se había desnaturalizado, si no es que anulado, el documento y simbolismo principal de la gesta revolucionaria. Todo eso por no considerar necesario procurar y lograr el apoyo popular para conferirle permanencia y legitimidad a las reformas logradas.

Todo en el sexenio pasado se operaba de manera ejecutiva, aséptica, como si el asunto fuese meramente de tener pantalones (y dinero) para que las cosas avanzaran. Y, claro, comparado con los tres sexenios anteriores, las cosas avanzaron con enorme eficiencia y celeridad. Pero ahora vemos que con una eficiencia y similar celeridad se viene cayendo el castillo de naipes. Van dos: educación y trabajo.

Falta la última de las reformas, la más trascendente en el ámbito económico y quizá la más compleja de desarmar por la cantidad de intereses involucrados y los litigios que vendrán, pero la que está más cerca del corazón del presidente. Será la primera prueba del nuevo Congreso, donde Morena y sus aliados formales no cuentan con mayoría constitucional. Será la primera prueba para el PRI, que tiene la llave para hacer o deshacer la reforma. Seguiría el Senado, que sería la última instancia.

Sea como fuere, la lección es absoluta: los grandes cambios en una sociedad tienen que ser de la sociedad: no se le pueden imponer porque no se trata de decisiones técnicas, sino de procesos políticos que entrañan consecuencias, afectan emociones y trastocan intereses, además de dogmas arraigados.

La sociedad mexicana tiene frente a sí la disyuntiva de apoyar el desmantelamiento de la reforma energética o rechazarlo. Más vale que se decida pronto porque, si no, se le impondrán cambios que afectarán su vida, sin duda para mal. Tiempo de política, a todos niveles y en todos los espacios.