Demoler sin esbozar lo nuevo
Edna Jaime (@EdnaJaime)| El Financiero
En la narrativa de este gobierno se nos quiere hacer entender que lo está de por medio en el país es una GRAN transformación. En este marco que tiene tonos de refundación –porque lo existente era insostenible– quien se atreva a criticar políticas concretas es mal visto. Es decir, puesto que se pretende desmontar todo un régimen corrupto e injusto, es osado dudar de algún instrumento ideado para atender un problema público particular. Si estamos transformando el viejo régimen corrupto que no cambió con la alternancia de 2000, es frívolo querer evaluar las respuestas del nuevo gobierno a alguno de los grandes temas que nos aquejan.
Esta estrategia retórica camina sobre el alambre. Ahí están los temas de la seguridad y la violencia, particularmente críticos para ciudadanos y también para el gobierno. Es uno de esos terrenos minados que, al menor descuido, puede hacer implosionar un proyecto político o un proyecto de Estado, como lo vimos ya en la pasada administración. Sucedió Ayotzinapa en Guerrero y para la administración de entonces ya nada fue lo mismo. También puede ocurrir en ésta. Aunque los parámetros de legitimidad entre uno y otro gobierno no tienen punto de comparación, la inseguridad y sus consecuencias pueden comenzar a minar lenta pero continuamente la credibilidad y aprobación de este gobierno. Y, entonces, no habrá transformación grande ni pequeña, sólo fracaso.
Algunos datos de la más reciente encuesta de victimización del Inegi, la Envipe 2019, permite comprender cómo la inseguridad nos ha tocado. Para 2018, se estima que casi 25 millones de mexicanos fueron víctimas de algún delito. Algunos de ellos fueron victimizados más de una vez en ese año.
El crimen se vive de manera tan cotidiana, que ha cambiado conductas y hábitos. Y los lugares particularmente inseguros son la vía y el transporte públicos. Ámbitos que difícilmente podemos eludir si queremos seguir con nuestras vidas. Según la encuesta, en 2018 se cometieron cada hora, en promedio, más de mil asaltos en la calle o en el transporte. En ese mismo período se cometieron 653 extorsiones, la gran mayoría telefónicas. Estamos bajo acecho.
El delito de alto impacto vinculado al crimen organizado afecta de otras maneras. Quizá la más grave es cuando le quita la autoridad al Estado y los criminales asumen su función, a su manera. Controlando territorios, cobrando derecho de piso. Hasta se atreven a ofrecer seguridad.
Cualquiera que sea la faceta o la dimensión del fenómeno, va carcomiendo la fe en las instituciones y en la acción del Estado. Y podemos suponer que estas consideraciones estuvieron como telón de fondo en el voto del año pasado, el que le dio el triunfo a AMLO porque prometía un “no más de lo mismo”.
En este terreno, el de la seguridad, el presidente va a encontrar uno de sus mayores retos. Porque puede repudiar el orden existente por considerarlo corrupto y pieza del engranaje que quiere desmantelar, pero no logra tener un proyecto alternativo fincado en la renovación de las instituciones del Estado. Como detesta lo que existe, desaparece a la Policía Federal y manda al cajón del olvido, en los hechos, a las policías estatales y municipales, por ilustrar con un ejemplo evidente. Promueve, en cambio, la creación de la Guardia Nacional, que en esta primera fase son militares convertidos en civiles por el tránsito entre corporaciones, pero no por una visión, doctrina y entrenamiento que los haga útiles en el terreno combatiendo delitos comunes o, incluso, de alto impacto. Y en cuanto al mando, lo militar se “disfraza” de “un acuerdo” entre las autoridades que confluyen en cada una de las coordinaciones regionales en las que se dividió al país. De súbito, lo que era un estigma se ha convertido en un emblema, como un buen amigo lo fraseó.
Desde mi perspectiva, ésta es la mayor debilidad de la visión de este gobierno: repudiar el statu quo por buenas razones, pero carecer de una ruta y de un derrotero sobre lo que debe ser el nuevo orden.
Coincido con el presidente en que el orden vigente en el ámbito de la seguridad se pudrió hace tiempo. Pero también reconozco que han existido esfuerzos genuinos y proyectos prometedores de transformación. No se lograron por impericias en la gestión de dichos cambios y seguramente también, no soy ingenua, por los muchos intereses que se resistían a perder las ventajas que les ofrecía el estado de cosas.
El problema es que esos miles de mexicanos que pierden en promedio siete mil pesos al año a causa de la inseguridad, van guardando sus agravios para cobrarlos en el momento necesario. Y el presidente que hoy sigue siendo una promesa, un poco más adelante puede convertirse en una decepción.
Hay que administrar lo cotidiano en esta cuarta transformación. Pero también edificar el nuevo modelo. Porque nos podríamos quedar en el peor de los mundos: sin soluciones a lo cotidiano y sin un cambio sustantivo en el régimen político. Con la quimera de una transformación profunda, basada en pura ideología.