De hombres de Estado y malandrines

Edna Jaime (@EdnaJaime) | El Financiero
Es falaz pensar que las personas no importan. Que una vez que se alcanza cierto grado de fortaleza en una institución, su liderazgo resulta un asunto menor. En estos primeros meses de gobierno del presidente López Obrador me ha quedado muy claro que el perfil de las personas que encabezan instituciones clave de la democracia es crucial. En estos meses hemos visto a hombres de Estado que salvaguardan el mandato de las instituciones que comandan, lo mismo que a malandrines que se van de bruces cuando tienen una chuleta enfrente. Entre uno y otro extremo existen distintas tonalidades, pero me queda claro que salvaguardar las instituciones democráticas que nos hemos dado dependerá de esos liderazgos que asumen su función a cabalidad.
No es secreto que el presidente López Obrador es duro y hasta hostil, cuando menos de palabra, frente a instituciones que existen justamente para vigilarlo y limitarlo. Y ha de ser particularmente desafiante que un ejecutivo con tantos votos en la bolsa y con gran legitimidad y gran poder, embista contra uno. Sólo de pensarlo se me doblan las piernas. Estos embates han tenido consecuencias. Han causado bajas en órganos reguladores, por ejemplo. Y se entiende. El amor a la patria puede ser grande pero cuando las amenazas rebasan un punto, la decisión racional es mejor retirarse (la racionalidad, en otros casos, ha provocado un tono de sutil sumisión o de precaución; en ciertas circunstancias, la mesura puede ser virtud).
Ahora, lo que resulta realmente alentador es encontrar liderazgos responsables que aun en circunstancias adversas, no se doblan. Los podemos reconocer en estos meses de gobierno en distintos ámbitos. Atrae mi atención (y reconocimiento) el caso de Luis Raúl González Pérez, cabeza de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Haciendo uso de sus atribuciones y mandato, ha sido una voz fundamental para señalar actos u omisiones que dañan o pueden dañar los derechos humanos. Me parece que el respeto a esos derechos es un límite absoluto al ejercicio del poder. Y en esto no puede haber negociación.
En estos primeros meses, la CNDH ha presentado recomendaciones y ha alertado sobre distintos temas en los que reconoce riesgos a los derechos que protege. Son particularmente importantes, en nuestro contexto, los señalamientos y las acciones que ha entablado en torno a las leyes secundarias relacionadas con la actuación de la Guardia Nacional. Los riesgos son grandes cuando se despliegan en el territorio elementos sin entrenamiento para hacer tareas de seguridad pública, como es el caso de este nuevo cuerpo de seguridad, por lo menos en sus primeras fases. La extracción militar de sus elementos y sus mandos sin el entrenamiento, sin los protocolos y sin los controles necesarios, nos colocan en un riesgo real de uso abusivo de la fuerza. Lo que, ciertamente, no es nuevo para nosotros.
Encontrar en la CNDH –y en quien la preside– el ánimo y el talante para impulsar esta agenda en un contexto tan meneado, debe ser reconocido y valorado. El problema es que no siempre se da la mancuerna de un mandato y una persona idónea, dispuesta a hacerla avanzar. La CNDH ha tenido etapas poco luminosas, en las que sus cabezas han preferido hacer caravanas al poder, en lugar de frenarlo. Esto, para hacer énfasis en que las personas importan y que la elección y designación de los mejores no es optativo, sino obligado. Y tenemos que encontrar el método y los mecanismos para asegurarlo.
Pienso que en los próximos meses seremos testigos de una dinámica compleja  entre el ejecutivo y las instancias que le sirven de contrapeso. Veremos quiénes asumen sus responsabilidades y quiénes las evaden. Y qué tan resistentes son los mecanismos que generamos para controlar el poder.
Al decir esto, no puedo evitar pensar en la canción de “Cambalache”, interpretada por Serrat. La letra alude al siglo XX como una época de pérdida de valores e integridad en la que todos nadamos en el mismo lodo (la letra dice: “Pero que el siglo veinte es un  despliegue de maldá insolente ya no hay quién lo niegue. Vivimos revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseaos…”).
Me encantaría que el autor de este tango supiera que en pleno siglo XXI siguen existiendo personas honorables que cumplen con su deber, y que se distinguen de aquellos malandrines, como los diputados de Baja California, que por un plato de lentejas traicionan a su gente, violan la ley y ponen al país en riesgo.