De cantinero a borracho

Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma

En solidaridad con José Ramón Cossio

Cuenta un viejo chiste que un candidato le ofrece al electorado la opción del cielo o el infierno. El votante primero visita al cielo, encontrando todo tranquilo y en orden. Luego pasa al infierno, donde se encuentra con preciosos jardines, mesas llenas de platillos deliciosos, música atractiva y una infinidad de distracciones en las que se deleitaban sus habitantes. De vuelta con el candidato, le dice: “No creo lo que voy a decir, pero votaré por el infierno”. Tan pronto dice eso, el panorama cambia de manera radical: el infierno se vuelve, pues, el infierno: agonía, dolor, pesadez, sufrimiento. La otrora alegría ahora resulta ser un martirio. “No comprendo —dice el votante— esto no es lo que me mostraste antes”.  “Bueno —responde el político— ésa era la campaña; ahora ya votaste”. Así ha evolucionado el presidente López Obrador.

Criticando a Vicente Fox hace poco más de tres lustros, AMLO dedicó un memorable discurso a explicar su filosofía sobre la presidencia: “Un presidente no puede ser un líder faccioso. El presidente de México debe actuar como hombre de Estado, como estadista; no debe comportarse como jefe de partido, de facción o de grupo. El presidente debe representar a todos los mexicanos. El presidente debe ser factor de concordia y de unidad nacional. El presidente no puede utilizar a las instituciones de manera facciosa ni para ayudar a sus amigos no para destruir a sus adversarios”.

Me pregunto dónde quedó ese candidato que prometía el nirvana, pero entregó el infierno. Siguiendo otro viejo chiste, el que afirma que no es lo mismo ser borracho que cantinero, el presidente ha ido en sentido contrario: como ilustra el pasaje anterior, cuando candidato prometía la institucionalidad; una vez en el gobierno se ha dedicado a dividir, polarizar, atacar y poner en entredicho la relación con la potencia del norte. En lugar de evolucionar hacia la responsabilidad que entraña ser dueño del establecimiento —el cantinero del cuento— se comporta como el arquetipo del borracho que no tiene empacho en romper el orden y destruir lo existente, como si no tuviera responsabilidad alguna.

Las frases que lo definen hablan por sí mismas. En lugar de aquello que “el presidente de México debe actuar como hombre de Estado, como estadista”, al inicio de la pandemia afirmó que “esta crisis nos vino como anillo al dedo para afianzar el propósito de nuestra transformación”. Prometiendo no ser un líder faccioso, le escribe a la Suprema Corte que “sería lamentable… que sigamos permitiendo el abuso y la prepotencia, bajo la excusa del estado de derecho”.

El presidente que antes criticaba de faccioso a su predecesor ahora emplea la misma táctica para dividir: el maniqueísmo como estrategia y la denostación como sistema.

“No es sólo la intromisión con el Poder Judicial —dice Verónica Ortiz— sino la expresa propensión de que los jueces decidan no en función de los méritos de los amparos, sino de quienes los interpongan”, ¿Estadista o líder faccioso?

El calor de la plaza pública —y de las mañaneras— inevitablemente entraña excesos discursivos, pero en AMLO éstos no son deslices: son una estrategia de confrontación y descalificación permanente. El presidente que antes criticaba de faccioso a su predecesor ahora emplea la misma táctica para dividir: el maniqueísmo como estrategia y la denostación como sistema. La pregunta que uno debe hacerse es si este método le permite avanzar o si no hace más que correr para quedarse, en el mejor caso, en el mismo lugar.

Si algo ha enseñado la pandemia es que no hay contradicción entre el actuar exitoso de un líder político en materia de salud y su popularidad. Más bien, el silogismo funciona en sentido contrario: mientras que los jefes de gobierno que se dedicaron en cuerpo y alma a combatir la crisis sanitaria sin conflictos de agenda son altamente evaluados, los que ignoraron o politizaron la crisis viven en creciente descrédito. El presidente puede ufanarse de sus altos números de popularidad, pero éstos en nada se comparan con los que caracterizan a la canciller Merkel de Alemania, a la primera ministra Ardern de Nueva Zelandia o a Tsai Ing-wen de Taiwán.

Hace unas semanas, el día en que formalmente inició la última etapa de la canciller alemana, toda la población salió a sus ventanas y balcones a aplaudirle por seis larguísimos minutos. Gente de izquierda y de derecha reconocía así la labor exitosa de quien condujo a su país en tiempos turbulentos que incluyeron retos tan complejos como los de las guerras de Medio Oriente, la migración siria, Trump y la pandemia. En lugar de denostar, la canciller se ocupó y el resultado está ahí. ¿Cómo se compara AMLO contra ese parangón?

México retrocede en todos los indicadores. Aunque sería cómodo culpar a la pandemia de la regresión económica, la realidad es que la economía mexicana ya venía de picada en 2019. La corrupción del pasado sigue igual de impune que siempre, pero ahora ya hay innumerables ejemplos de corrupción en la actual administración que están, y seguramente acabarán, en la misma impunidad. La relación con Estados Unidos, clave para el funcionamiento de la economía, está en veremos y los prospectos para los próximos años son todo menos alentadores.

Ésta es la hora de la Suprema Corte. De los ministros depende, literalmente, el futuro y las libertades de los mexicanos. También que obligue al presidente a comportarse como estadista.