Conflicto e instituciones
Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
La gran pregunta es cómo vamos a salir de ésta. Al margen de la popularidad del presidente, todos los indicadores van en dirección equivocada: la economía está estancada, no crece el empleo, el gobierno sigue amasando instrumentos legales y fiscales para perseguir a la ciudadanía y no hay un solo rubro -desde la seguridad hasta la niñez pasando por la salud- en que el gobierno pueda exhibir mejoría alguna.
El conflicto se ha vuelto la razón de ser de nuestra realidad política porque ahí se resumen las expectativas, resentimientos, envidias y aspiraciones de la sociedad mexicana. Algunos ven bien al gobierno, otros lo reprueban; algunos confían en que las cosas mejores, otros están seguros que la única posibilidad será de empeoramiento. Independientemente de filias, fobias o preferencias, la retórica contradictoria de las declaraciones cotidianas no contribuye a crear un futuro al que toda la ciudadanía se pueda sumar.
Una clara mayoría de quienes votaron lo hicieron por el hoy presidente López Obrador. No me cabe ni la menor duda que muchos de los enojos y quejas que animaron ese voto son absolutamente legítimos porque, a pesar de los avances, nunca se consolidó una economía competitiva, de amplio calado al que tuvieran acceso todos los mexicanos. El voto del hastío reflejó un choque entre la realidad percibida con décadas de retórica que sobrevendió el futuro, pero entregó pobres resultados.
Los avances de las últimas décadas no son pocos ni pequeños: libertad de expresión; elecciones libres; un sistema de salud quizá primitivo, pero infinitamente superior a la locura en que ha incurrido el actual gobierno.
Si uno enfoca esta situación como un problema que requiere una solución, lo evidente es que al país le urgen nuevas instituciones, vocablo que ha adquirido mal nombre en las mañaneras del gobierno actual, pero no por ello menos trascendente. El problema es que, en el entorno actual, es casi imposible construir instituciones que satisfagan su condición sine qua non de éxito: que cuenten con un amplio apoyo y reconocimiento. El entorno de conflicto y polarización hace sumamente difícil que se creen y consoliden instituciones nuevas: en el momento actual, el país vive dos grandes corrientes en sentido contrario: aquellos que quieren romper con el statu quo a cualquier costo y aquellos que demandan certidumbre que sólo puede derivarse de instituciones sólidas y no controvertidas. Más allá del lado en que uno se encuentre en esta antinomia, lo cierto es que es imposible lograr estabilidad y predictibilidad en una sociedad que no cuenta con instituciones creíbles para la mayoría de sus ciudadanos.
El entorno está tan viciado que cualquier cosa que propone el gobierno acaba siendo concebida como un abuso por una parte de la población y como una obviedad por la otra. Lo contrario también es cierto: la mayoría morenista reprueba en automático, y se apresta a desmantelar, todo lo que existía antes de su advenimiento, aun cuando muchas de las mejores cosas que hoy existen -y que, sin duda, su base aprecia- son producto de las reformas de las décadas pasadas.
Los avances de las últimas décadas no son pocos ni pequeños: libertad de expresión; elecciones libres; un sistema de salud quizá primitivo, pero infinitamente superior a la locura en que ha incurrido el actual gobierno; acceso a innumerables bienes y servicios de primera a precios infinitamente inferiores (eliminando la inflación) a lo que antes existía. Al mismo tiempo, es evidente que hay infinidad de cosas, tanto en las condiciones de vida cotidiana como en el funcionamiento del sistema gubernamental, que son inaceptables, malas, corruptas y sumamente ineficientes. No tengo duda que, pronto, vamos a encontrarnos con que los integrantes de Morena, ahora en distintos niveles de gobierno, se encontrarán sumidos en problemas de corrupción tal como le ocurrió a los panistas cuando ellos eran los puritanos del momento. El problema no es de personas o partidos, por más que la presidencia los purifique, sino de estructuras e incentivos. Esa es la razón por la que el país no saldrá adelante a menos que se adopte una nueva estructura legal e institucional que goce de amplia –de hecho- universal legitimidad.
El pleito respecto al INE nació desde 1996 y se reforzó en 2006 porque el PRD, muchos de cuyos integrantes hoy están en Morena, no participó de manera decidida y, de hecho, fue excluido del proceso, por buenas o malas razones. La legitimidad no se logró porque no hubo el necesario consenso, al menos una vez, respecto a esta institución crucial.
Hay un fenómeno adicional: mucho de la vida pública consiste en negociar y una negociación seria no puede ser conducida en público. Se creó el mito de la transparencia, que obviamente es necesaria, pero no todo tiene que ser transparente. En el congreso o en la Suprema Corte, por ejemplo, la transparencia es indispensable pero no en las discusiones y negociaciones entre los actores, pues es ahí, como decía Bismark respecto a las salchichas, donde se construye el futuro. Lo público acaba siendo un mero show y el espectáculo no conduce a un buen gobierno.
El conflicto sólo se puede terminar con una negociación que conduzca a la legitimidad. La pregunta es si el gobierno está en el negocio de promover y profundizar el conflicto o en construir legitimidad. La marcha de las mujeres de hoy será un buen barómetro del status de esta disyuntiva.