Coacción

Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma

“La obsesión por silenciar a otros es tan vieja como la necesidad de expresarse”, afirma Erik Berkowitz en un extraordinario estudio sobre la censura (Dangerous Ideas). El gobierno mexicano post revolucionario se pasó casi un siglo suprimiendo la libertad de expresión, haciendo toda clase de esfuerzos por censurar a los medios, controlar la conversación e impedir que entraran al país “ideas peligrosas” que pudiesen poner en entredicho la legitimidad de los gobiernos emanados de la revolución. Como bien apunta este autor, la censura no anula la expresión que molesta al gobernante, sino que la transfiere a otros medios, creando “mercados negros” saturados de discusión, información, desinformación, teorías conspirativas y una infinidad de chistes y memes. Sintomático de nuestro tiempo es el hecho que los chistes sobre el presidente han renacido, justo como ocurría en los años 70.

El asunto de la libertad de expresión polariza a la sociedad mexicana. Para algunos, comenzando por el presidente, hoy se respira un ambiente de libertad sin igual. Y, claro, no hay duda alguna que el presidente López Obrador emplea y explota su púlpito con plena libertad. Para otros, sin embargo, la forma de conducirse del presidente no es otra cosa que una permanente intimidación hacia quienes él denomina “adversarios”.

La polarización en esta discusión es algo extraño porque vivimos en la era de la ubicuidad de la expresión. Las redes sociales permiten que cada ciudadano se exprese tal y como guste, con sentido común o sentido raro, con respeto o irreverencia, con buena o mala ortografía. Más al punto, la derrota del PRI en 2000 vino acompañada de un cambio radical en la naturaleza del Estado mexicano, abriendo las comparsas de la censura de par en par: tirios y troyanos súbitamente tuvieron acceso a todos los medios, escritos y electrónicos, en tanto que el gobierno no sólo perdió la capacidad de control, sino que optó por no emplearla. Ciertamente, no faltaron presidentes y sus personeros que intentaron acotar la libertad de expresión aun después de 2000, pero el advenimiento de las redes sociales hizo imposible retornar a la era anterior. Muchos de quienes afirman que esa libertad súbitamente apareció en 2018 son los mismos que habitan el mundo de las redes donde predominan expresiones, insultos y conversaciones fuera de toda posibilidad de control. Quien lo dude pregúntele a Peña Nieto.

El presidente López Obrador no es un paladín de la libertad de expresión, pero su verdadero objetivo es el control de la narrativa.

En contraste con otros gobiernos, el mexicano se distinguió (casi siempre) por la sutileza de sus métodos, pero nunca fue tímido en recurrir a otros, más directos, cuando, en su estimación, las circunstancias lo justificaban: 1968 es testimonio vívido de aquellos momentos. El gobierno se empeñaba en controlar el flujo de la información porque el objetivo era la preservación de la legitimidad post revolucionaria y para ello se abocaba a la construcción de hegemonía (televisión, libros de texto), así como la censura en los periódicos.

El presidente López Obrador no es un paladín de la libertad de expresión, pero su verdadero objetivo es el control de la narrativa. Sus mañaneras buscan intimidar, pero sobre todo procuran conducir la conversación, informar a sus seguidores, establecer la legitimidad (e ilegitimidad) de los asuntos que le importan y construir una hegemonía ideológica. Muy en el espíritu de los 70, pretende que es posible abstraer la discusión nacional de lo que ocurre en otras latitudes o que la información que él produce y manipula es la única posible. El problema no es que pueda lograrlo, sino que tiene a su alcance (y emplea) instrumentos de coerción y extorsión que fácilmente pueden convertirse en frenos efectivos a la libertad de expresión.

La pregunta es si, más allá del interminable flujo de insultos y contra insultos que esto genera en las mañaneras y las redes sociales, todo esto hace alguna diferencia. La libertad de expresión es parte inherente a la cultura nacional, como ilustran Posadas y el Ahuizote en la era porfiriana: medios indirectos para esquivar la censura que ahora se pretende reinstalar a través de la intimidación y descalificación. Desde luego, hay naciones, especialmente China, que han logrado un enorme éxito económico sin contar con libertad de expresión, pero eso les fue posible, al menos en la era de Deng Xiaoping, con mecanismos que generaban certidumbre y confianza en el proceder gubernamental, como de alguna manera ocurría en el México post revolucionario.

Sin embargo, México no es China, ni comparte su historia y cultura. En ese contexto, sin libertad de expresión y sin fuentes de confianza, el país no puede prosperar. Tampoco es evidente que las tácticas de Xi Jinping de controlarlo todo, centralizar el poder y perpetuarse, vayan a lograr mejores resultados que los que tuvo Mao en su tiempo.

En un intercambio al inicio de la revolución rusa, Lenin preguntaba: “¿Por qué habríamos de molestarnos en responderle a Kautsky? Él debería respondernos a nosotros y luego tendríamos que responderle a su respuesta. No habría fin a eso. Sería suficiente anunciar que Kautsky es un traidor a la clase obrera y todo mundo entendería de inmediato”. Esa es la manera del gobierno: intimidar. Quizá efectiva para el control, pero ciertamente no para el progreso.