Y todo en nombre de la corrupción

Edna Jaime @EdnaJaime | El Financiero

Es todo un acertijo el tratar de entender cómo es que el presidente de la república entiende la corrupción y su posible remedio. Porque habla de la corrupción como uno de los males que más han lacerado el país, pero no actúa para llevar ante la justicia a quienes las evidencias señalan como responsables de perpetrarla. El ejemplo más socorrido es el de la Estafa Maestra cuyo expediente conoce la Fiscalía, que ha decidido emprender acciones legales pero contra funcionarios menores, no los peces gordos.

Resulta también un acertijo que el presidente enfatice su enfado con la corrupción y a la vez desdeñe el instrumento mejor logrado hasta el momento para combatirla: el Sistema Nacional Anticorrupción. Para el presidente el Sistema significa más burocracia y en su esquema de austeridad, la inversión en instituciones que puedan prevenirla, detectarla y combatirla, es superfluo y está fuera de sus prioridades. Dice el presidente que el Sistema no ha funcionado pero no repara que existe un problema con su planteamiento: el ejecutivo federal es parte del sistema y tiene responsabilidad en sus resultados.

Con ese argumento, el de la inutilidad del Sistema, no tiene prisa en promover que el Senado designe a los “magistrados anticorrupción” del Tribunal de Justicia Administrativa. Una pieza central del esquema anticorrupción, pues es el órgano que conoce de faltas administrativas graves y las sanciona. Precisamente, para establecer un nuevo régimen disciplinario en la administración pública es que se reformó la Ley de Responsabilidades de los servidores públicos, una pieza central del sistema anticorrupción. Pero no tenemos quien aplique la ley. A dos años de que el entonces presidente Peña presentara a sus candidatos, no hay nombramiento. Y luego dicen que el sistema no funciona.

La secretaria de gobernación ha dicho que no está asentado en nuestra Constitución la existencia de las nuevas salas regionales previstas para que dicho tribunal tramite los casos de corrupción en el ámbito administrativo. Si existen problemas de legalidad o de diseño, lo pertinente es que se resuelvan, no que se dejen las vacantes de manera indefinida en detrimento de la impartición de justicia en este ámbito.

Por eso y otras razones resulta todo un acertijo el que se quiera combatir la corrupción pero se desdeñe a los instrumentos con los que el Estado cuenta para lograrlo.

Pero no todo ha sido el vacío. El presidente ha emprendido acciones diversas en nombre de la corrupción. Este fue un argumento esgrimido para promover la creación de un nuevo cuerpo de seguridad. Porque lo que teníamos estaba corrompido. Con ese mismo planteamiento ha propuesto la figura de los superdelegados estatales. Para fungir como vigilantes de los gobernadores y seguir el curso de los programas federales. Con el argumento anticorrupción desbarató el programa de estancias infantiles e intentó hacer lo mismo con los refugios para mujeres víctimas de violencia. Y promovió la prisión automática para delitos de corrupción, con el aplauso de quienes creen que el populismo penal y la violación de un derecho fundamental como la presunción de inocencia es la solución al problema.

Con el argumento anticorrupción, su partido en el Senado propuso la creación de una nueva sala en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, una iniciativa con poco impacto en el tema anticorrupción, pero con un gran efecto en la distribución del poder en el país. Con la creación de una nueva sala en la SCJN, el presidente podría proponer a cinco nuevos ministros que, sumados a los dos recién nombrados y el relevo de un tercero, le daría un gran ascendente sobre el máximo tribunal del país. Una situación riesgosa e inaceptable, justamente por el contexto político y de concentración de poder que experimentamos.

Donde el presidente pone el ojo hay corrupción y la medicina tiene estas siglas: AMLO.

El asunto es que la corrupción es justamente la manifestación de poder sin contrapesos que fácilmente se traduce en abuso. La corrupción es síntoma de debilidad institucional. Es una expresión de baja calidad del gobierno. De un Estado débil y de hombres fuertes que no encuentran contención en la ley y en los encargados de aplicarla. Y por paradójico que parezca, en nombre de la corrupción se están debilitando los contrapesos y mecanismos para acotarla efectivamente.

Es difícil defender lo que teníamos. Pero también resulta difícil argumentar a favor del nuevo rumbo.

Y en realidad el acertijo que planteaba no es difícil de resolver. El presidente va por todo. Por restaurar lo “híper” al presidencialismo mexicano. Porque a su entender la alternativa falló. Es difícil suponer que sea para el bien del país.