Michoacán no es un laboratorio. Es un cuarto oscuro.

Edna Jaime / El Financiero

Después de la ultima crisis de seguridad en Michoacán, ocurrida hace apenas unos días, varios analistas han usado la palabra “laboratorio” para describir lo que ocurre en la entidad.

Desde mi perspectiva, Michoacán, más que un laboratorio de experimentos, es un cuarto oscuro en el cual se presentan algunas dinámicas profundas de las crisis de seguridad que padece el país.

La decena de operativos lanzados desde 2006 – el último fue anunciado este 17 de marzo con el despliegue de 1200 militares en la región de Tierra Caliente – no se pueden caracterizar como experimentos. Son las infinitas repeticiones de una estrategia de seguridad pública basada en la reacción armada que, a pesar de haber fracasado una y otra vez en Michoacán y en el resto del país, sigue siendo privilegiada ciegamente.

La situación actual de Michoacán es un fracaso. La tasa de homicidio doloso en el estado pasó de 16.80 en 2012 a 27.41 en 2017 (por cada 100 mil habitantes). Esta cifra, la más alta registrada desde el año 1997, coloca a Michoacán en novena posición de los estados más violentos del país, casi siete puntos por encima de la media nacional (20.51).

Por otra parte, entre 2016 y 2017, la tasa de secuestro aumentó un 14.81%, la de extorsión un 15.38% y la de robo con violencia un 27.28%. Para completar este panorama bastante alejado de lo que el Comisionado Alfredo Castillo había calificado de “estado en paz” en 2014, Michoacán cuenta hoy con 4 municipios entre los 50 más violentos del país, siendo Apatzingán el número 11 a nivel nacional con una tasa de homicidios dolosos de 85.73 por cada 100 mil habitantes.

A nivel cualitativo, el cuarto oscuro michoacano es igual de revelador.

Respecto al dominio político, económico, territorial y coercitivo logrado por el cartel de los Caballeros Templarios entre 2011 y 2013, quizás sí se pueda hablar de un experimento de nuevas formas de gobierno local. Un gobierno encabezado por un grupo criminal que se comportó como autoridad de facto a un nivel que posiblemente no tiene equivalente en el país. Cuando surgieron las autodefensas en febrero de 2013, los Templarios controlaban gran parte de la economía, de la vida institucional y del territorio michoacano, en directa colusión con varios niveles de gobierno.

El movimiento de las autodefensas, que duró entre 2013 y 2015, constituye un segundo evento inédito. No se había observado en la historia contemporánea mexicana semejante movilización armada – salvo si se compara con movimientos como el EZLN – tanto en términos de cantidad de gente involucrada, nivel de armamento, capacidad operativa y control territorial, así como de presencia en los medios, tanto nacionales como internacionales. Más allá del cómo y del porqué de las autodefensas, su creación, desarrollo y duración demostraron tanto el nivel de hartazgo de la población frente a la corrupción del Estado como la incapacidad de éste para intervenir eficazmente.

Asimismo, las autodefensas hicieron evidente que no es incompatible organizar un movimiento armado y lograr sentarse en una mesa de negociación con el gobierno federal. La política de resolución del conflicto del gobierno federal lo llevó hacia varios puntos preocupantes: el diálogo y las negociaciones con líderes de grupos armados privados, así como narcotraficantes conocidos y activos; la legalización de estos grupos y su transformación en agentes públicos del Estado sin la más mínima visión estratégica e institucional de mediano o largo plazos.

Finalmente, cabe mencionar que Michoacán ha reformado y recreado su Policía Estatal bajo el tan anunciado “mando único”, con los resultados que ya mencionamos. ¿Todo esto para qué? Para que la Federación termine enviando tropas de nuevo.

Como he insistido antes en este espacio, es imprescindible que la próxima administración emprenda un cambio de paradigma en el diseño de la estrategia de seguridad pública, dirigido a darle prioridad a la escala local de análisis, así como a la capacitación de la policía local, la coordinación entre los tres niveles de gobierno y la adecuación de las políticas de prevención. El objetivo a largo plazo debe ser de fortalecer las instituciones civiles de seguridad.

Parece claro que Michoacán no es un laboratorio, sino un espejo de algunos de los retos más agudos de la seguridad en México.