2011, 2017 y ¿2023?

Edna Jaime (@EdnaJaime) / El Financiero

Octubre fue el mes más violento del año. O de la década. O de la historia reciente.

2017 va camino a convertirse en el año más violento desde 2011, hasta ahora récord histórico de violencia en el país.

Esta información y las cifras están en todos los medios esta semana. De hecho, hace meses que sabemos que la tendencia se movía hacia estos resultados. Y puede ponerse peor. Es hora de ir más allá de la simple constatación –o consternación– frente a estos datos e iniciar el proceso de análisis concreto de las dinámicas de violencia en el país.

Primero, resulta peligroso seguir con la interpretación de que la violencia es únicamente el resultado de la pugna entre grupos rivales, de la fragmentación –real– de grupos delictivos o de la intervención del gobierno federal en ciertas zonas. La violencia en México tiene otras caras y otros motivos y desdoblar el fenómeno nos ayudaría mucho a plantear respuestas más acertadas.

Sobre todo, es absolutamente necesario descartar la noción de que la violencia no tiene control, en el sentido de que es irracional, sin patrones, sin explicaciones. Lo contrario parece lo cierto: la violencia parece tener más objetivos concretos que nunca. La violencia es, en muchos casos, instrumental.

Hablemos de la violencia política, por ejemplo. Este año se mataron más periodistas, más activistas y más políticos que nunca (el último caso el crimen del exdirigente del PRD en Guerrero y luchador social, Ranferi Hernández Acevedo, calcinado junto a su esposa, su suegra y su chofer).

Se pueden interpretar estas dinámicas como el cumplimiento de objetivos claros por parte de los grupos delictivos, que buscan eliminar los obstáculos que surgen en contra de sus intereses.

Desgraciadamente, estos intereses se entremezclan con la política, tanto a nivel local como a nivel nacional. Y la violencia sirve como instrumento para la consecución de los objetivos, porque usarla tiene bajo costo y alto impacto.

Pero, sobre todo, nos tendría que llamar mucho la atención las fechas de récord de violencia en el país.

¿Acaso 2011 y 2017 son años cualquiera? No, en absoluto. Son años preelectorales. Y son los años más violentos de la historia reciente de México.

¿Será coincidencia? ¿Será descontrol? Las respuestas a estas preguntas todavía no las tenemos. Pero ha llegado la hora de analizar la violencia del país también como una manifestación política. Como un instrumento político. Y las implicaciones de esto son muy graves. La violencia deja de ser sólo una manifestación de las dinámicas criminales para afectar directamente al Estado. No sólo en su reputación como autoridad que aplica la ley, sino en sus entrañas y en sus instituciones que son habitadas o controladas por los grupos criminales. Se mata a un alcalde o un candidato para ejercer control ya no sólo sobre un territorio, sino también sobre una estructura de gobierno.

Por eso creo que si hay un buen lugar por donde comenzar a abordar este fenómeno, es en el que se intersecta crimen, violencia y política.
El Estado mexicano debería proponerse en los próximos meses dar protección a candidatos y autoridades en funciones que estarán en riesgo por el proceso electoral. Son ellos los que se mueren hoy, son los más expuestos y vulnerables y quedan abandonados por el Estado.

Pero también debería de comprometerse a aclarar la muerte de líderes sociales y periodistas que forman parte de una larguísima lista de víctimas de la violencia letal en el país. El esclarecimiento de estas muertes, por su simbolismo, mandaría una señal positiva de restablecimiento del Estado de derecho.

Lo más importante, sin embargo, es fortalecer al Estado en sus capacidades para lidiar con la violencia, la interpersonal, la criminal, la política. Hace seis años supusimos que el pico de violencia no volvería a repetirse. Ahora lo superamos.

Espero que en 2023 no esté escribiendo sobre estos mismos temas en este espacio de opinión.