Vivir para contarlo

Edna Jaime

Hace casi cinco lustros, el entonces recién estrenado presidente Carlos Salinas estremeció al mundo político y empresarial con tremendos actos de autoridad, que llevaron a prisión a un líder petrolero, a un empresario de alto nivel y a la remoción del líder magisterial  de entonces. Estas tres acciones afianzaron el poder presidencial que padecía el desgaste de una década de crisis económica y los cuestionamientos de una elección irregular. Una vez con los hilos del poder bien sujetos, Carlos Salinas se lanzó con políticas y estrategias audaces sobre todo en el ámbito económico. Existía en su administración un ánimo transformador que, sin embargo, reconocía sus propias fronteras. Digamos que el ex presidente  fue un modernizador en lo económico, pero no un demócrata. Y  pretender que puede haber un divorcio entre las partes es equivocado, como lo demostró el fatídico cierre de ese periodo de gobierno.

Hacer un paralelismo entre aquella época y la actual es casi inevitable. Como sucedió entonces, Enrique Peña Nieto también ejecuta una detención espectacular en el primer trecho de su administración y también se hace de los medios —legales y políticos— para afianzar su autoridad, para eventualmente ejercerla, aunque todavía está por verse con qué propósitos y si lo hace con eficacia. Y esta es la pregunta medular: si hay o no un genuino afán transformador o simplemente se trata de un acto reflejo de un partido que se siente incómodo gobernando desde un espacio disputado de poder.

A diferencia de Carlos Salinas, el nuevo Presidente ganó la elección con cierta holgura  y aunque existieron alegatos de fraude, éstos no mermaron mayormente la legalidad de su victoria. Pero Enrique Peña toma una Presidencia particularmente debilitada y en buena medida rebasada por poderes fácticos y por grupos criminales. También encuentra una estructura política y de gobierno fragmentada y disfuncional que dificulta la toma de decisiones y la ejecución de políticas públicas eficaces. Condiciones de estructura de gobierno y de poder que hacen difícil el impulso de cualquier agenda de gobierno.

En buena medida Enrique Peña recibe un país que padece las dificultades de una transición política y económica inconclusas que los gobiernos panistas anteriores no pudieron resolver.  Se convirtieron en parte del statu quo en  lugar de promotores de su cambio.

Vicente Fox tuvo una oportunidad excepcional que dilapidó por una lectura equivocada de la realidad y por una visión estrecha que no pudo traducirse en una agenda de transformación política e institucional profunda como la que el país demandaba desde entonces. Felipe Calderón ya ni siquiera lo intentó. Pareciera que asumió su derrota antes de intentar dar la batalla. Por eso estos poderes fácticos como el que representaba La Maestra y que no son otra cosa que la herencia del priismo del pasado, crecieron y se empoderaron aún más en los años en que el PAN detentó la Presidencia. Los panistas optaron por el cogobierno con estos intereses y por ello su legado es tan limitado.

En este contexto las decisiones y acciones de Enrique Peña toman relevancia. Frente a la parálisis que provoca un gobierno sin mayorías, opta por un esquema de interlocución con actores políticos y le da forma al Pacto por México. Frente a la intimidación del Estado mexicano, por parte de los llamados poderes fácticos, ejerce un acto de autoridad que asienta al Ejecutivo federal en un lugar por encima de estos intereses. Frente a la dispersión de poder, convoca a gobernadores a una interlocución más cercana y menos ríspida que en el pasado y seguramente encontrará los mecanismos para encontrar alineación en esta dispersión. Podemos estar ante la oportunidad de conjuntar capacidad para avanzar un proyecto con la existencia de tal proyecto. El gobierno de Carlos Salinas es un ejemplo de lo que se puede avanzar si ambas cosas están alineadas. Pero también es una lección de las consecuencias de un proyecto parcial, corto en sus intenciones.

Enrique Peña tiene la oportunidad de empujar nuestras transiciones inconclusas  hacia buen puerto, pero también puede sucumbir ante la tentación de detentar el poder para el beneficio de un grupo. Su decisión será trascendental para el país. La reconcentración del poder quizá sea necesaria, inevitable, para construir agenda y  hacerla posible. Pero también puede marcar la involución del país y el regreso de acciones y decisiones arbitrarias. En esa tesitura estamos.

Hace unos días una colega festejaba  la detención de Gordillo y me decía que pensaba  que no viviría para contarlo. Yo albergo una aspiración mayor: ver a un gobierno emanado del PRI retomar una agenda de transformación institucional y democrática que haga irrelevantes las detenciones escandalosas y en cambio inscriban al ejercicio del poder en un marco de legalidad, contrapesos, transparencia y resultados. Esto sí me gustaría vivirlo, para después contarlo.