Paradojas

Luis Rubio / Reforma

Los cambios de gobierno son siempre paradójicos: concluye una administración que sabe que no alcanzó lo que se propuso e inicia otra que siente que el mundo y las estrellas están al alcance de su mano. Sea cual fuere el país o momento de la historia, las transiciones políticas son siempre un estudio de contrastes entre el optimismo y el pesimismo, las expectativas descarriadas y el realismo respecto a lo vivido. El inicio de un gobierno es siempre promisorio, pero el final es más cercano de lo que imagina.

El fenómeno no es nuevo y refleja la naturaleza de la humanidad. En su Carta al Padre, Franz Kafka escribe un párrafo sugerente: “…el mundo estaba dividido para mí en tres partes. En la primera habitaba yo, el esclavo, bajo unas leyes creadas exclusivamente para mí y a las que, por añadidura, sin saber por qué, nunca alcanzaba a obedecer del todo; luego, en un segundo mundo, alejado infinitamente del mío, vivías tú, ocupado en gobernar, en dar órdenes y enfureciéndote cuando no se cumplían; y por último existía un tercer mundo donde habitada el resto de la gente, dichosos y libres de órdenes y de obediencia”. Kafka se refería a su padre, pero igual pudo haber estado hablando de la vida en sociedad o de un cambio de gobierno: los de adentro, los de afuera y los que pagan las consecuencias.

Concluye la administración más arrogante y a la vez incompetente de la historia moderna del país: una combinación letal que hizo imposible que sus atinadas reformas se asentaran y convirtieran en el fundamento de un mejor futuro. Su arrogancia le impidió al gobierno saliente comprender que la política en la era de la ubicuidad de la información radica en explicar y convencer, no en imponer, pretendiendo que el futuro la reivindicará. Su actuar no sólo lo derrotó, sino que hizo posible el peor escenario de sucesión que pudo haber imaginado.

A la vez que termina un gobierno, inicia otro que es paradójico en que ha generado el nivel más alto de expectativas que jamás hayamos conocido, pero que parte del principio de que México es un país pobre, incapaz de levantarse y transformarse. Mientras que Peña Nieto imaginaba un futuro grandioso sin tener la menor idea -o disposición- para construirlo, López Obrador atiza expectativas incumplibles pero no imagina que el México del futuro pueda ser exitoso. Tiene claridad meridiana respecto a la urgencia de sumar a toda la población en el proyecto de desarrollo, no sólo a una parte que ha sido beneficiaria por mucho tiempo, pero su visión es retrospectiva y modesta.

Peña Nieto cree haber dejado al país en su momento más álgido, el cénit del desarrollo; López Obrador se aferra a la pobreza y se aboca a los síntomas de un país que ha dejado atrás a innumerables mexicanos. El aeropuerto de la ciudad de México ilustra el contraste: Peña el expansivo que sueña con un futuro grandioso sin haber convencido a la ciudadanía, frente a López Obrador que no puede visualizar más que proyectos limitados y pequeños para un país pobre y sin posibilidades.

López Obrador tiene una visión muy clara de lo que quiere lograr, pero no un proyecto construido para tal efecto. Las estrategias que ha esbozado desde su campaña, pero especialmente en estos largos meses de interregno, muestran una propensión a atenuar síntomas -de pobreza, desempleo, ancianos desvalidos- más que a resolver problemas atacando sus causas. Hay ahí una confusión de causas con síntomas y una inclinación natural a construir clientelas y lealtades. Hay obsesiones más que estrategias. Su problema es que eso servirá para mitigar las carencias y resentimientos pero no permitirá satisfacer las enormes expectativas que ha generado.

Peña Nieto deja un país polarizado, cuya ciudadanía desprecia a la política y a los políticos por su corrupción e incompetencia. Pero el México que deja cuenta con una plataforma económica infinitamente más sólida que casi la totalidad de nuestros vecinos al sur del continente y de muchas otras latitudes y con un enorme potencial hacia adelante. Junto con las carencias, errores, corrupciones y arrogancia de los que se van, el nuevo equipo parece incapaz de reconocer que existen cosas buenas sobre las que puede y debe construir. Más propenso a los juicios lapidarios que a diagnósticos sustentados en sólidas evaluaciones, el gobierno entrante pronto encontrará los límites a su falta de consistencia, como ilustra el aeropuerto frente al tren maya.

Hace años escuché una anécdota de un exfuncionario colombiano que me viene a la mente porque es aplicable a este momento de transición y a cada uno de los que fueron y serán responsables de la conducción de los asuntos nacionales. El colombiano, recientemente encumbrado subsecretario, se sentía como volando sobre las nubes. Pocos días después de nombrado, en una noche fría, lluviosa y tormentosa, se subió a su automóvil, uno de los privilegios del puesto, y le dio instrucciones al chofer. Al llegar al primer semáforo vio a un señor muy bien vestido, empapado y temblando de frío, esperando a un taxi. Al verlo con cuidado se percató que era su predecesor como subsecretario. Mi amigo nunca olvidó la lección: el poder es temporal y se usa para avanzar o se desperdicia y uno acaba en el oprobio. Paradojas.