El ánimo

Luis Rubio / Reforma

El gobierno que (finalmente…) está a punto de concluir vivió asediado por lo que el propio presidente denominó “mal humor social.” Se trata de un concepto vago que permite transferir la responsabilidad a otros: el problema no es mío sino de la población que no entiende. Bajo ese rasero, la ciudadanía en México lleva medio siglo de “no entender.” El gobierno saliente nunca encaró el humor social como un problema, lo que le llevó a emplear antídotos que no sólo no lo atendían, sino que lo exacerbaban, como el famoso “ya chole con tus quejas.” Si el próximo gobierno quiere acabar mejor, tendrá que enfrentar el asunto que han evadido todas las administraciones previas y que tiene que ver, en su esencia, con la confianza de la ciudadanía en el gobierno.

La abrumadora mayoría de los políticos no reconoce que la sociedad mexicana carece de anclas de certidumbre que le confieran un sentido de seguridad y futuro. Hasta los sesenta, el gobierno post revolucionario logro ambas cosas a través de resultados positivos tanto en términos de crecimiento económico como estabilidad política; cuando, a partir de los setenta, vinieron las crisis y las expropiaciones, los gobiernos perdieron la brújula y nunca la recuperaron.

A partir de 1970, la ciudadanía ha presenciado una guerra intestina entre los políticos que ha generado polarización permanente, creando profundas escisiones sociales, regionales, económicas y políticas a lo largo y ancho del país. La crisis de seguridad no es producto de la casualidad, sino de la incompetencia de nuestros políticos para transformar al sistema de gobierno en uno idóneo para el siglo XXI. El resultado ha sido una absoluta incapacidad para generar esperanza y tranquilidad, cruciales para un “buen” humor social o, simplemente, confianza. Luego de décadas de lo mismo, la ausencia de confianza se torna cada vez más difícil de recuperar.

Sin la confianza de la población, dijo Mao, nada es posible. Se puede tener parque y alimentos, pero no hay nada como la anuencia y cooperación de la ciudadanía en la consecución del desarrollo. Esa confianza se gana milímetro a milímetro, pero se pierde en un santiamén. Varios de nuestros presidentes recientes lograron un atisbo de confianza para luego dilapidarla; como Sísifo tratando de llevar la piedra a la cima de la montaña, cada vez que se intenta reconstruir confianza se vuelve más difícil y es más costoso. Me pregunto qué intentará el nuevo gobierno si es que realmente quiere hacer una diferencia.

En diciembre de 1941, cuando Pearl Harbor fue prácticamente destruida, el pueblo norteamericano se sentía derrotado. El presidente Roosevelt entendió que tenía que recuperar el ánimo de la población, por lo que dedicó su primer gran esfuerzo a modificar percepciones, lo cual comenzó cuando su fuerza aérea bombardeó a Tokio en el siguiente abril. El impacto político-social fue brutal: súbitamente, la ciudadanía estadounidense se percató que era posible ganar y así comenzó la etapa final de la guerra. Algo similar ocurrió en el Reino Unido cuando sus comunidades costeras de pescadores y marinos mercantes se dedicaron en cuerpo y alma a recoger a los soldados que se habían quedado atrapados en la costa francesa de Dunquerque. Inglaterra parecía derrotada y al borde de ser invadida, pero bastó la actuación heroica de la ciudadanía para modificar el ánimo popular y convertir al esfuerzo militar en una verdadera liberación nacional.

El próximo presidente no la tiene fácil. Aunque sus planes son claramente muy ambiciosos y grandiosos, sólo fructificarán en la medida en que enfrente las causas profundas de la indiferencia ciudadana y su profunda desconfianza en el gobierno. Estos meses han demostrado que hasta los más devotos acólitos del presidente electo albergan dudas y agendas contradictorias; por eso es imperativo que AMLO enfrente las causas distantes de la desconfianza. Y pronto.

En México el malestar social se remite a Luis Echeverría, que destrozó el “pacto social” implícito que había servido para gobernar al país desde la revolución. Su sucesor, López Portillo, comenzó su gobierno intentando recuperar la confianza, sólo para acabar destrozándola con su patético discurso de expropiación bancaria. El daño fue tan profundo que incluso generaciones posteriores que nunca han oído hablar de LEA o JOLOPO son escépticos del gobierno y lo rechazan como reacción instintiva.

Aquella sociedad que veía al futuro con optimismo hoy está siempre al acecho, a sabiendas que el gobierno –todos- tiene otras agendas, incompatibles con la del ciudadano medio. AMLO podrá creer que cuenta con un apoyo popular inmutable, pero nada es permanente y ahora, con la responsabilidad encima, tendrá que enfrentar y acabar con la impunidad y la corrupción y para eso no bastará su persona. Tendrá que construir instituciones que limiten su propio poder o acabará igual que todos los demás.

La reciente elección mostró una profunda brecha social y política. El ganador tiene en sus manos el reto de polarizar o sumar y, si opta por sumar, su única opción será la de construir garantías para la permanencia de la confianza ciudadana en su conjunto. O sea, exactamente lo opuesto a lo que se proponía hacer como candidato.